Diario de un inmigrante: Compañeros de celda

La llegada a un nuevo país, el encuentro con la realidad y la primera experiencia con otros inmigrantes que han llegado a Canadá huyendo de guerras, dictaduras o pobreza. Todo se concentra en una pequeña habitación de un hostal.

Montreal
Montreal. Foto: Nick Hillier en Unsplash

El hostal pasa inadvertido. Es el edificio más pequeño y con fachada hecha en piedra de este tramo de la rue Mackay. En la entrada, una placa desgastada y borrosa dice con cincel “Since 1928”. Los huéspedes que llegan no dan con la puerta y se suelen confundir con el restaurante chino que está en el primer piso. A mí me pasó y la mesera china me dijo: “es la puerta de al lado, una que dice smile, you are in camera”. Así llegué al Albergue X para postular al voluntariado. El aviso decía: “se necesita vigilante nocturno”. Sonaba fácil y tranquilo. Ya tendría dónde dormir, ducharme, cocinar y wifi a cambio de trabajar unas horas semanales.

El voluntariado consistía en mirar desde una cámara de vigilancia si algún transeúnte entraba al primer piso del edificio a dormir, a fumar crack o inyectarse heroína. Tenía que dejarlos cinco minutos hacer lo suyo y después pedirles que se fueran. Si no lo hacían, advertirles que llamaría a la policía. Por suerte nunca tuve que hacerlo. La otra tarea antes de irme a dormir, era alistar todo para el desayuno: sacar unas cajas de cereales, el pan, la mermelada y la leche para los huéspedes y los otros voluntarios.

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Pasaba la medianoche y desde la cámara de vigilancia lo vi entrar al hostal. Digitó la contraseña, abrió la puerta y subió las escaleras. Al ingresar a la recepción se sentó en la vieja pero cómoda silla negra al frente del escritorio. Algo raro le pasaba a Mohamed. Él siempre saludaba y era extrovertido, pero llegó cabizbajo. Al lado del escritorio tenía una escoba, la cogí y empecé a bromear y a bailar con ella en frente de él para hacerlo reír.

— Mi país acaba de iniciar una guerra y ¿tú estás bailando como si nada, amigo? — me preguntó con reproche.

— Qué pena, no lo sabía. ¿Qué vas hacer? ¿Cómo está tu familia? — le contesté.

— Mi familia está bien a pesar de que viven en Trípoli, pero estoy triste porque mucha gente inocente morirá.

— ¿Qué vas hacer? ¿Irás a combatir?

— No, ¡cómo se te ocurre! No puedo hacer nada —  dijo resignado.

Me contó lo que había pasado en Libia en ese momento y le dije que él podría buscar la manera de traer a sus familiares a Canadá o de buscar ayuda con movimientos de solidaridad internacional. Él dijo que no y que volvería a su país en los próximos días. Entró un silencio de esos que no se sabe qué decir. Creí que Mohamed ya había dicho lo que quería y no extendí la conversación.

Esos momentos de confidencia sólo los tuve con los huéspedes y voluntarios de larga estadía.

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De los casi seis meses que estuve en este voluntariado, compartí la misma habitación por casi cuatro meses con el mexicano Santiago. Dormíamos en el cuarto número 2 que quedaba al pasar la sala de estar. Había un jacuzzi viejo y dañado al lado izquierdo y, en frente, un tubo de pole dance. Con Santiago pensamos que en el edificio hubo alguna vez uno de esos strippers club que abundan por la avenida Saint Catherine. En el pequeño cuarto había dos camarotes y unos casilleros. Cada uno ocupaba una cama de abajo; las de arriba eran para los huéspedes. A cada cama le colocamos sábanas a los lados, a modo de pequeña carpa, para aislarnos de la luz y lograr algo de privacidad, como en las prisiones.

Al igual que Mohamed, Santiago llegó como huésped y después se convirtió en voluntario. Él limpiaba la cocina y ordenaba las camas de la gente que se marchaba. En el día a día conocíamos viajeros de distintas partes del mundo y practicábamos el inglés o aprendíamos palabras en otros idiomas. Con Santiago aprendí a preparar las tortillas para hacer tacos. Cocinábamos la mayor parte del tiempo. Si alguno llegaba de la calle, el otro le preguntaba si ya había comido algo. Si no era así, ya había preparada un poco de comida. Como a veces la comida nos sentaba muy mal, había guerra de gases en la noche donde las víctimas eran los huéspedes.

De ser un par de desconocidos, la relación se convirtió en una camaradería de esas que logras reconocer al instante el estado de ánimo. Una vez reciclamos latas y botellas en la calle para comprar un paquete de cigarrillos. Otra vez Bob, un voluntario de Estados Unidos, nos regaló cuatro entradas para un concierto de música electrónica e invitamos a dos huéspedes. Terminamos la jornada en una gran borrachera. Un día Santiago encontró en el Facebook que el administrador del hostal (un australiano que vivía con nosotros y nunca salía de su habitación pues se la pasaba jugando videojuegos), ¡era comediante! Cosa extraña: su mayor comunicación con todos era un hola y un chau.

A los pocos días de habernos conocido fuimos caminando desde el hostal a un SQDC a comprar un poco de marihuana. Así que mientras nos quejábamos del frío del invierno y especulábamos de cuánto podría costar un gramo de la planta, le terminé prestando dinero para que comprara su dosis. Después ya no le pude volver a prestar dinero porque me la pasaba vaciado. Aun así, sobrevivimos. Luego se unió al grupo Enrique, un tatuador y viajero español que se quedó en nuestro cuarto como huésped durante un mes. Una noche, en un arrebato, le pegó un almohadazo a un huésped de la China, flaco y bajito, pero con ronquidos de león.

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Y así, día tras día, contándonos nuestros sueños, las experiencias amorosas, las relaciones familiares, compartiendo música y bailando en la cocina del hostal. Aunque siempre sospechando que había algo que aún no sabíamos de la vida del otro pero que pronto saldría a flote.

Durante esas largas conversaciones en las noches mientras conciliábamos el sueño concluimos que éramos como compañeros de celda. Y ahora que lo veo en perspectiva la idea tiene cierta coherencia: pagamos los efectos de los miles de delitos que se cometen en países con mafias, corrupción y delincuencia. Huir nos ha convertido, en cierto modo, en exiliados voluntarios.

(*) Autor: Los nombres de los personajes y lugares reales han sido cambiados


Artículo publicado originalmente en Hispanophone

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