En 1952, Ernesto Guevara de la Serna, a quien popularmente conocemos como ‘Che’ Guevara, y Alberto Granado emprendieron un viaje partiendo de Buenos Aires y con el objetivo de recorrer toda América Latina. Guevara, a posteriori, llegaría hasta Miami —en un vuelo cargo procedente de Caracas— alcanzando con ello la meta de llegar a los Estados Unidos de América. Sus reflexiones fueron captadas en su libro Notas de viaje, el cual fue llevado a la pantalla grande en la película Diarios de motocicleta, una de las obras maestras del aclamado director brasileño Walter Salles. Cinco años después, en 1957, fue publicado On the Road, la icónica novela de Jack Kerouac acerca de sus viajes con Neal Cassady y otros miembros de la Generación Beat por los Estados Unidos de América. Uno de los lugares primordiales donde la novela se desarrolla es San Francisco, cerca de la que fuera sede de una segunda novela de Kerouac: Big Sur. On the Road, por obra del destino o por casualidad, también fue llevada a Hollywood de la mano del mismo Walter Salles. A pesar de que existen muchas diferencias en las particularidades, las similitudes entre ambas travesías abundan, principalmente, el representar el idealismo y los sueños de libertad y rebeldía de las generaciones jóvenes, un sentido de humanidad compartida partiendo del buscar conocer qué pasa más allá de sus fronteras.
En este espíritu, esta serie de artículos es lo mismo un tributo que una recolección, en parte hacia las previas generaciones que nos han inspirado a recorrer los caminos poco habitados y a preguntarnos: ¿qué pasaría si todos viajamos un poco más allá de nuestras fronteras? Es, de la misma forma, una crónica de encuentros, tanto con conocidos como con extraños, que nos ayudan a tener una visión más abierta de lo diverso y vasto que hoy es nuestro planeta. Como citara el Che en Notas de viaje: «No es este el relato de hazañas impresionantes. Es un conjunto de vidas tomadas en un momento, en el que cruzaron juntas un determinado trecho, con identidad de aspiraciones y conjunción de ensueños».
Orígenes de un término: América
Real Academia Española: americano, na
Adj. Natural de América. U. t. c. s.
Nota: La Academia desaconseja en cambio el empleo de americano para referirse exclusivamente a los habitantes de los Estados Unidos, uso habitual que se explica por el hecho de que los estadounidenses utilizan a menudo el nombre América para referirse a su país.
Oxford Dictionary: American, noun
A person from America, especially the U.S.
Uno de los principales puntos de discusión y generadores de animosidad entre los Estados Unidos y el resto del continente deriva del eterno dilema entre la legítima queja del resto de los países que componen el continente ante el “apropiamiento”, por llamarle de alguna manera, por parte de los Estados Unidos del término “América”. Es parte, sobre todo, de las campañas políticas, desde It’s Time to Change America, de Bill Clinton, pasando por A Stronger America, de John Kerry, hasta el infame Make America Great Again actual. No era esta la América a la que se refería Ernesto Guevara cuando declaraba: «Por eso, tratando de quitarme toda carga de provincialismos exiguos, brindo por Perú y por una América unida», pues previo a eso describía a América como «una sola raza mestiza, desde México hasta el Estrecho de Magallanes», y sin duda no es la América donde yo he vivido la mayor parte de mi vida, México y Canadá. Tampoco es mi intención crear sobre esto un estudio etimológico, pues no me considero el más calificado para ello. Si por alguna razón traigo este punto a relucir, es porque ayuda, desde mi perspectiva, a ilustrar lo fácil que es caer en la falacia de la generalización y los estereotipos. Contrario a lo que asumí previo a la ruta, durante la misma pude constatar que los ciudadanos estadounidenses son más que conscientes de este malentendido, y más de una ocasión escuché el discurso apologético: «No te refieras a este país como América, eso solo es parte de nuestra arrogancia». Por supuesto, esto no busca justificar o defender ningún punto de vista. Simplemente está ahí, como un recordatorio más de todas las lecciones que aprendemos durante nuestros viajes: La mayoría de lo que creemos y asumimos termina por no ser verdad, y es mejor abrazar cada momento del presente sin prejuicios.
El preludio: San Miguel de Allende, Guanajuato, México
Escribí a detalle sobre San Miguel de Allende y algunas de mis vivencias en esta columna en febrero de 2018, publicada por este mismo medio. Más de 10.000 ciudadanos de Estados Unidos y Canadá residen en San Miguel de Allende, y conviven con los más de 150.000 mexicanos que llaman hogar a este bello pueblo colonial. San Miguel, como escribiera entonces, es un lugar donde las tres culturas convergen en paz, y a raíz de mi estadía en este lugar recibí invitaciones a visitar diferentes rincones de nuestro vecino del norte (en México) o del sur (en Canadá), desde metrópolis cosmopolitas como Seattle o Nueva York hasta lugares que no imaginé visitar como Birmingham, Alabama; Holland, Michigan; y Newport, Rhode Island. Fue entonces que decidí que tras la culminación de mi etapa invernal en México, y tras un paso efímero por mi ciudad-casa adoptiva de Toronto, realizaría un viaje por los Estados Unidos y me internaría en varias de sus diversas regiones.
La oportunidad se presentaba en un contexto interesante: como todos sabemos, el momento político de los Estados Unidos de América se encuentra en un punto de máxima tensión. Los candidatos demócratas se alistan a las primarias de 2020, buscando acallar los miedos de que podamos enfrentarnos a un segundo y posiblemente devastador periodo de la era Trump. A la vez, existe (y desde la realización de este viaje se ha incrementado) un creciente miedo e incertidumbre en las comunidades de habla hispana, a raíz de los tiroteos en El Paso, Odessa, y Midland, incitados en gran manera por declaraciones del presidente en turno. Cómo declarara en alguna ocasión una de las precandidatas para 2020 por la vía demócrata, Kamala Harris, «si bien el presidente Trump no realizó los disparos, seguro tuiteó las municiones». En el medio de dicho tumulto la curiosidad de escritor y periodista me motivó a dar el paso hacia adelante, y por supuesto, también las razones personales: la llegada de Marie-Claire, mi compañera norteamericana, mis numerosas amistades, y el que, al haber crecido o vivido la mayor parte de mi vida cerca de Estados Unidos, me intriga el conocer más de un país que por más que lo he visitado aún me ofrece mucho por explorar.
¿Qué hay de esas historias que circulan cada día por las calles de las diferentes ciudades y pueblos del país? ¿Quién las cuenta?
Al igual que a los autores de Diarios de motocicleta y On the Road, me interesaba saber: ¿Qué hay de la gente ordinaria? Mientras los canales de mayor sintonización nos alimentan con ritmo ininterrumpido de historias concernientes a manipulaciones, mentiras, y traiciones, ¿qué hay de esas historias que circulan cada día por las calles de las diferentes ciudades y pueblos del país? ¿Quién las cuenta? ¿Cómo podemos dar voz a todos aquellos cuyas narrativas se reducen a la silueta de una “X” en las plantillas de votaciones? ¿Qué tiene que decir sobre América alguien que vive en Louisville, Kentucky, comparado con alguien que reside en Bar Harbor, Maine? Podemos decir, entonces, que ganó mi curiosidad, y al final, prefiero pensar que en vez de yo escoger a Estados Unidos, Estados Unidos me escogió a mí, quizás por mi reputación de viajero incansable, quizás por mi predilección a visitar rincones poco frecuentados, a tomar parte en historias fuera de lo común, para después contar las historias que prueban que lo alterno finalmente termina siendo más común que lo convencionalmente aceptado cuando se derriban los muros. Prefiero, también, pensar que hay un lugar donde debemos estar, y que cuando así lo hacemos, las historias a las que pertenecemos encontrarán su camino hacia nosotros para que podamos vivirlas y posteriormente relatarlas.
Seattle, Washington, E.U.A.
Hace unos momentos he aterrizado en el aeropuerto de Seattle-Tacoma. A medida que las llantas tocaban pavimento me ha resultado imposible no pensar atrás, pensar en la imagen del niño de siete años que alguna vez soñó con recorrer por coche la costa del Pacífico estadounidense, y que después de mil o más vuelos aún se estremece cuando llega el momento de que la aeronave toque tierra. Hoy es el primer paso de esa ruta, y en la terminal de llegadas mi amiga y compañera de tenis Louise Meriwether me espera para llevarme a su hogar, que también será el mío por el próximo par de semanas. Además de ser el inicio del viaje, Seattle representa mi siguiente parada en mi gira de torneos de la USTA, buscando continuar la marcha invicta tras títulos en Birmingham y Houston. Habrá días de sobra para hablar sobre ello. En camino a casa, por donde se mire hay agua. Si no es el lago Washington es el lago Union o la Bahía de Elliott. Creo que el tiempo aquí me sentará bien.
Louise reside en el vecindario de North Capitol Hill, un área céntrica llena de cafés, bares y restaurantes de moda, con excelentes conexiones de transporte y que por décadas ha sido el epicentro de los movimientos liberales de la ciudad. Las banquetas e intersecciones principales aún están marcadas con colores del Pride, y en cada establecimiento comercial hay calcomanías ilustradas que enuncian declaraciones que debieran ser verdades universales: que los refugiados son bienvenidos, que no hay seres humanos ilegales, que se apoya la equidad de género, entre muchas otras. Dentro de los murales, en mi primer recorrido de reconocimiento por el barrio, veo una calcomanía que llama mi atención: No Tech-Bros. Si bien estaba familiarizado con un cierto sentido de animosidad ante varias empresas del campo tecnológico, era un término que nunca había escuchado.
A los vecinos de Capitol Hill, sobre todo a aquellos que se sentían orgullosos de pertenecer al área por su corazón hippie, no les sentaba nada bien que el barrio se gentrificara
Al llegar a casa, tras un par de ginebras con agua tónica, pregunté a Louise al respecto, y quien me respondió fue su hija Eve, recién graduada de la Universidad de Washington con un título en Ciencias de la Computación. Pareciera haber dado en el clavo. Por los siguientes treinta minutos y varios tragos, Eve y su amiga Linda Mulligan me compartieron un discurso sobre la definición de Tech-Bros, específicamente, un término derogatorio descriptivo de aquellos que han llegado a Seattle a laborar para Amazon. A los vecinos de Capitol Hill, sobre todo a aquellos que se sentían orgullosos de pertenecer al área por su corazón hippie, como Louise, Eve, y Linda, no les sentaba nada bien que el barrio se gentrificara y que, como también sucede en Toronto —les mencioné—, cada día negocios independientes se ven obligados a cerrar sus puertas por la llegada de cadenas cuyos nombres podemos observar en cada intermedio de cualquier programa de televisión.
«Mañana podemos ir a la zona de Lake Union, aunque ahora todos le llamamos Amazonia», dice Louise, y con ello se empieza a ilustrar el impacto y la controversia que el crecimiento de esta compañía ha tenido en todos los residentes de la región. No es que Seattle no esté acostumbrada a historias de éxito convencional y tecnológico en niveles estratosféricos. Fue al suburbio cercano de Bellevue que en 1979 llegó Microsoft, fundada originalmente en Alburquerque por los nativos de Seattle Bill Gates y Paul Allen. Ambos invirtieron extensivamente en el crecimiento y desarrollo de la región, y hoy el Seattle Center es sede de una de las fundaciones filantrópicas más activas a nivel global, la Bill & Melinda Gates Foundation. Paul Allen falleció en 2018, pero las iniciativas que lideró continúan de la mano de su hermana Jody, y dentro de ellas se encuentran la propiedad del equipo de fútbol americano Seattle Seahawks. El soporte de la familia Allen es ampliamente reconocido entre la comunidad y habitualmente genera comparaciones con la partida del conjunto de básquetbol Seattle Supersonics, quienes al momento de ser vendidos a un consorcio de Oklahoma City eran propiedad de otro emprendedor residente de Seattle, el entonces CEO de Starbucks Howard Schultz.
«Eso que ves ahí es el que fuera el primer Starbucks, donde empezó todo, y mira en lo que se ha transformado ahora»
Estamos a medio punto de nuestra caminata matutina por el Pike Place Market, una de los lugares insignia de Seattle y donde uno puede encontrar cualquier mercancía que tenga lugar en la imaginación y sobre todo en la buena mesa: artesanías, salchichonería europea, tamales y otros tipos de comida latina, especies asiáticas, quesos de toda variedad. Mi intención es recorrer las librerías, pues previo a la continuación de mi excursión estoy buscando un par de novelas que sean mis compañeras de camino, y pasado el medio día tenemos una cita para comer en Place Pigalle, un bistro francés que ofrece vistas espectaculares del estrecho de Puget. En nuestro recorrer Louise y yo podemos ver una fila que se extiende por la acera, bloqueando el acceso a numerosos comercios pequeños.
«Eso que ves ahí es el que fuera el primer Starbucks, donde empezó todo, y ve en lo que se ha transformado ahora», dice Louise, y unos minutos más tarde mientras pasamos por el área se puede observar una multitud de turistas tomando fotografías sin parar, los flashes al unísono de la inmensidad de pasos que acechan el recinto. Me asomo brevemente buscando ingresar, sin embargo, dentro hay tan poco espacio que el prospecto de no poder moverme con comodidad me obliga a hacerme un lado. Decidimos continuar nuestro camino.
Starbucks nació en Seattle y alrededor del mundo es conocido por dos cosas: La primera, por haber popularizado con éxito aquella visión de un café como un Tercer Lugar, aquel espacio social que rellena recovecos entre la casa y el entorno laboral. De la misma forma, Schultz ha logrado posicionar a la compañía como una empresa socialmente responsable que toma un buen cuidado de todos aquellos que le prestan sus servicios. No. La mitad-controversia, mitad-disgusto de los ciudadanos de Seattle con Schultz no se basa en eso, ni tampoco en las polémicas estrategias que ha empleado Starbucks para expandirse de manera fugaz, generando un alza artificial de bienes raíces para complicar la presencia en el mercado de sus competidores.
Hoy nos encontramos en una residencia muy cercana al centro comunitario de Miller Park. Nuestro anfitrión principal es Ronald P. Lerman, un nativo de Nuevo México que se mudó a Seattle en los años sesenta y ha permanecido aquí desde entonces. Ronald gesticula efusivamente con cada expresión, y cuando concluye un enunciado da un sorbo a la cerveza que el mismo manufactura y ajusta su cachucha que recuerda épocas de antaño y por ende, asumimos, de gloria. Cada viernes en punto de las cinco de la tarde, Ronald y su esposa organizan en el porche de su vivienda un bar abierto a la comunidad. No sólo a los amigos y familiares, como pudiera imaginarse, sino que también, intencionalmente, colocan signos en la entrada que invitan a los transeúntes a unirse a la conversación. Llega a suceder que esos pocos peatones que sucumben a la curiosidad terminan convirtiéndose en regulares y parte del círculo, y de esa forma la lista de asistentes se vuelve cada vez más grande. Hoy, sin embargo, al ser el medio del verano, muchos de los habituales se encuentran de vacaciones, me advierte Ronald, a la par que me introduce a quienes sí han atendido la invitación: Haile, un artista etíope en residencia en la Universidad de Seattle; Zsuzsanna, una bailarina de ballet de Budapest; y Mike, periodista retirado que participó en primera línea en cualquier evento significativo de la ciudad en los últimos cuarenta años, a la vez que nos invita a participar de la abundancia de comida y bebida que se encuentra en la barra principal. «Parte de la hospitalidad del noroeste», recalca Louise, que como buena vecina ha contribuido con dos charolas de bocadillos.
Ronald y su esposa organizan en el porche de su vivienda un bar abierto a la comunidad. No sólo a los amigos y familiares; también invitan a los transeúntes a unirse a la conversación
«El problema que tenemos con Howard es, primero, que ha tratado propiedad pública como propiedad privada. Y no me refiero sólo al escándalo con su mansión», dice Lerman. Es evidente de lo que habla. El básquetbol es uno de los deportes de mayor afición en Estados Unidos, y Schultz, en la memoria del colectivo, es el responsable de que los Sonics se haya marchado a tierras más fértiles. Por supuesto que el tema está de moda, pues en medios locales y nacionales se ha especulado sobre la posibilidad de que Schultz buscaría la candidatura a ser presidente de los Estados Unidos. Lo que lleva a lo inevitable.
Si juzgo por los comentarios y algunas leyendas inscritas en la vestimenta de quienes nos acompañan en la velada de hoy, podría decir que estoy en un enclave de Seattle cien por ciento demócrata. El mencionar el nombre del presidente en turno genera gestos de repulsión inmediata. Un par de asistentes, sin más, han expresado su apoyo por Elizabeth Warren, y con particular entusiasmo hablan sobre su propuesta de retar al monopolio tecnológico formado, entre varias compañías, por Amazon. Al igual que Howard Schultz, el nombre de Jeff Bezos es garantía de discusiones apasionadas con puntos en ambos lados del espectro. Los argumentos en contra van más que nada basados en polémicas recientes, principalmente en la amenaza de buscar una nueva base para Amazon si no se repelía una iniciativa donde empresas a partir de cierto nivel de facturación debían pagar un impuesto que se utilizaría para combatir la crisis residencial que atraviesa la ciudad. Seattle tiene un fuerte problema de vagabundismo y de acceso a la vivienda para cualquiera que forme parte de la clase media o esté debajo de la línea de la misma, y a la raíz de esto se encuentra la creciente brecha en la disparidad económica: el Seattle Times reportó que en 2017 el veinte por ciento de los ciudadanos se llevaron más de la mitad del ingreso total de la urbe. No pasa mucho tiempo sin que esto salga a relucir.
«¿Qué ha hecho Jeff Bezos por esta ciudad, que tanto le ha dado?», pregunta Mike, lanzando la interrogante un poco al aire pero sabiendo que como puede haber una diversidad de respuestas también podría imperar el silencio. La contradicción es evidente, sus implicaciones mayores que lo que se podría digerir en una conversación de atardecer, incluso si en ella participan veinte mentes brillantes.
Esa contradicción entre una comunidad humanitaria y un enfoque libertario yace en los cimientos bajo los cuáles se construye Seattle, que me pregunto si no será un reflejo de mis propias creencias y por ende una proyección. Podría ser.
Jeff Bezos ha contribuido con donaciones financieras significativas a causas liberales, principalmente a los derechos LGBTQ, y se ha pronunciado frecuentemente en contra de la retórica anti-inmigrante de Donald Trump. Amazon es uno de los principales empleadores de inmigrantes en Estados Unidos, y es innegable el hecho que las innovaciones que la corporación ha generado han creado a la vez una gran conveniencia y eficiencia para todos. A la vez, la empresa no paga un dólar en impuestos, y las condiciones de trabajo en la misma (presión extrema, salarios no suficientes para cubrir gastos de manutención básica, despidos injustificados en nombre de la productividad, etcétera), han sido puestas en evidencia una y otra vez. Uno de los reportes publicados en el New York Times asemeja más una descripción de las expectativas de robots o máquinas que del trato que se esperaría se diera a seres humanos.
Las nuevas generaciones son conscientes de ello. Eve Meriwether, Linda Mulligan, y su amiga Christine Peterson, originaria de Oregón, son parte de esa generación, que representa la contracultura de nuestras épocas y que tiene en Seattle y en la costa del Pacífico uno de sus puntos cardinales. A pesar de que todas tienen las credenciales para lograrlo, las tres han postergado lo más posible el aceptar un empleo en la industria de la computación. Su búsqueda ha demostrado de primera mano las cambiantes expectativas en el campo laboral: todas buscan flexibilidad de horario, tener la oportunidad de trabajar desde casa —en ocasiones—, pero, sobre todo, buscan un empleo que les de satisfacción y realización personal. Su idealismo y aspiraciones contrastan con sus dudas de cómo trascender en el sistema actual. No están solas. Durante mi estadía, algo que he podido constatar es que la mayoría de los conductores de Uber que me han trasladado de un punto a otro dicen ser expertos en informática. Sus referencias geográficas llegan de todos lados: igual de India y de Rusia que de ciudades como Phoenix, Arizona y Missoula, Montana. Uber, comentan, «es un punto ideal para conocer personas», y por ende siempre tienen su radar alerta. Durante el día se localizan en zonas con alta concentración de compañías de tecnología, buscando aquel golpe de suerte o de destino que cambie su existencia. Mis impresiones son que Seattle es una ciudad donde se comparte el optimismo generalizado, y el principal optimista podría ser el mismo Bill Gates. «Soy un optimista impaciente», dijo alguna vez.
La mayoría de los conductores de Uber que me han trasladado de un punto a otro dicen ser expertos en informática
Converso con Christine, primero, porque Oregón es el siguiente paso de mi ruta, y me interesa conocer sus perspectivas. A la vez, me gustaría entender de ella y sus compañeras sobre lo que hay detrás de su marcada convicción política. Es evidente que una parte considerable de las nuevas generaciones se acercan al socialismo, aunque Christine dice que ella, particularmente, apoya a Andrew Yang, un emprendedor cuya propuesta principal se basa en repartir un ingreso básico universal. Si bien se le relaciona con un trasfondo socialista, esta propuesta ha recibido el respaldo de varios de los innovadores más reconocidos de Silicon Valley, incluido Elon Musk. A mí me agrada la propuesta, pues sin duda la automatización ha eliminado un sin fin de trabajos, que desde mi parecer son trabajos mundanos que de igual manera nadie quería hacer. De la misma forma, esos mismos avances tecnológicos generan la oportunidad para que cualquiera comparta sus talentos con el mundo y se convierta en un emprendedor. La propuesta de un ingreso básico universal rellena la brecha que permite que dichos nuevos emprendedores cubran sus necesidades básicas en lo que el proyecto despega. Cómo emprendedor, me queda claro el impacto positivo que tiene en la reducción del estrés y en la toma de decisiones el no tener que preocuparse sobre los menesteres básicos y el tener cubierta la renta el primero de mes. En Seattle, donde prevalece el dinamismo, la propuesta parece tener aprobación.
Sin embargo, a medida que fluye la discusión entre pensamientos llega la utopía: ¿Qué pasaría si no necesitáramos de un gobierno que nos tuviera que quitar para dar a quienes no tienen, sino naciera de nosotros mismos el querer ayudar? Parte de mi interrogante es mi creencia innata en el potencial humano, parte mi desconfianza que como mexicano me incita cualquier órgano gubernamental y cualquier minoría a la que de pronto se le da poder sin que haya sanado sus heridas. Lo hemos visto una y otra vez. Lo que se necesita no es un cambio de gobierno tanto como un cambio de consciencia que parte de lo individual y permea lo colectivo.
La respuesta a la pregunta de si ambos pudieran converger podría estar en la imagen del Monte Rainier, que permanece estática en el fondo a medida que circulo por la Interestatal número cinco. En ocasiones se ve real, en ocasiones, como una ilusión óptica de una pintura maestra que acompaña el rara vez cielo azul y despejado de Seattle.
Con esta vista hemos iniciado el día y tras tres peleados partidos Louise y yo hemos ganado nuestro torneo en el área de Renton. Renton, recalca Louise, es una de las zonas que más recientemente se ha visto gentrificada. «Aquí solía ser una zona donde solamente vivían empleados de Boeing, por eso la conocíamos», dice Louise, a medida que señala los cambios que podemos observar de camino hacia nuestro siguiente destino. Por mi parte, voy contento por el título pero también por la oportunidad de presenciar partidos de jóvenes talentos que vienen de todas partes, pero todos representan a Seattle. Uno de los cambios definitivamente ha sido que se vuelve cada vez más multicultural.
Hoy me dirijo a visitar a Terry Schneider y a su esposa Delia, a quienes he conocido hace un par de años en mis viajes por Sudamérica, específicamente en Medellín, Colombia. Desde hace algunos años se han retirado, y hoy, después de atender la pequeña granja que atesoran en su hogar de West Seattle (la mayoría de los alimentos que estamos por degustar provienen de ahí), dedican sus tardes a perfeccionar su español y a enseñar inglés en el Centro Comunitario de La Raza, uno de los principales recursos de apoyo de la comunidad hispana en Seattle. Terry es de origen alemán y Delia es de origen finlandés, ambos hijos de inmigrantes de primera generación y a quienes no se les olvida que en algún punto, ellos fueron quienes también buscaban algún país que los acogiera. Conversar con ellos me agrada porque además de que son amantes de la buena literatura (y sí, he aprovechado mi encuentro con alguien que hable español para promocionar el libro que hemos publicado en Montreal), muestran una gran sensibilidad y empatía hacia la situación de las comunidades inmigrantes y tienen un interés especial en el mundo hispanohablante. En su vida laboral, Terry fue superintendente de varias obras icónicas en su rol en el ayuntamiento y a lo largo de su trayectoria participó de primera mano en el re-desarrollo de edificios, parques, y urbanizaciones. Hoy están contentos por la reciente apertura del Museo Nórdico, el cual está en el área de Ballard, donde las primeras comunidades escandinavas realizaron su asentamiento, cercanas a uno de los principales puertos pesqueros. Antes de ser una urbe tecnológica, Seattle también fue una capital de la pesca, y para conmemorar, decidimos tomar una caminata por los candados, donde uno puede ser testigo de la migración del salmón. Dentro de la plática y en medio de la compilación de datos históricos surge uno interesante: El hijo de Terry y de Delia fue uno de los primeros empleados de Amazon.
Es la última noche en el bar de Miller Park y estamos a unos minutos de irnos, pues la conversación se ha extendido hasta pasada la hora del anochecer. Ronald cuenta con una biblioteca donde almacena todos los documentos que relatan la historia de la ciudad, particularmente aquellos en los cuales se habla sobre las regradaciones y cambios al paisaje de Seattle, que antes, dice, «era una ciudad mucho más inclinada, a la que era difícil llegar». Nos relata sobre la re-gradación de Denny Hill, que fuera sede del Hotel Washington, uno de los más finos en toda la costa del Pacífico. «En gran parte fue por intereses comerciales»; dice Ronald, pues en las épocas que el transporte era a caballo era importante para cualquier pueblo aspirante a ser centro de negocios el tener accesibilidad. «Desde entonces…», y aunque por ahora ha terminado la evaluación sobre los candidatos presidenciables, ahora se habla sobre los que compiten por ser concejales de la ciudad. La evaluación se centra en una de las candidatas de Distrito, Kshama Sawant. «Por cualquier lado que se mire sus propuestas son socialmente inclusivas, pero…», y la interrupción llega de Gerald, un investigador de Dakota del Norte que ha permanecido pensativo durante la mayor parte de la tarde. Gerald llegó a Seattle para estudiar la Universidad, y se quedó, atraído por las corrientes progresivas que han sido una constante desde entonces. «El problema es que su forma de ser, aunque nos duela decirlo, es muy parecida a Donald Trump. No tolera a sus oponentes, ni sabe escuchar puntos de vista. Aunque sus opiniones sean radicalmente opuestas, sus patrones de conducta son parecidos». Todos sonríen al unísono. Al ser el único que no reside en Seattle el tema me es un poco esquivo, pero lo puedo imaginar. El activista que se siente oprimido, en nombre de la justicia, corre el riesgo de transformarse en el opresor, de la misma forma que el innovador disruptivo, en nombre del crecimiento, corre el riesgo de transformarse en el monopolio controlador.
Estamos en las últimas palabras y mañana saldrá mi tren rumbo a Portland para continuar con la ruta. Como en todo viaje, en ocasiones hace falta tiempo. Como todo momento, tarde o temprano pasa. Intercambiamos contactos y aquellos que no nos acompañan a Hopvine, un bar en las cercanías de la calle Broadway me comentan que ojalá nos volvamos a ver. Asiento, consciente de que las mejores notas de toda historia podrían estar aún por escribirse. No lo sabemos. Caminamos a paso acelerado. Hoy hay música en vivo. El resto puede esperar.
* Los testimonios que aparecen en este reportaje son auténticos, no así los nombres. El autor ha decidido modificarlos para preservar su anonimato.
One thought on “NOTAS DE VIAJE
Bitácora de un recorrido por una América dividida, parte 1: EE UU, costa del Pacífico: Washington”
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