El autócrata aparenta estatura moral. Se presenta sin rubor como la quintaesencia de todas la virtudes: el único honrado, el único decente, el más ingenioso, el más humilde. Desde esa impostura nos invita a unirnos a una supuesta gesta histórica en pos de la “auténtica democracia”. Finge ofrecer algo mejor: autoridades electorales más eficientes y a menor costo. Se presenta además con la pretensión de un sentido común justiciero: recortar gasto superfluo y dárselo a los pobres. En su discurso falaz, la delicada arquitectura de las instituciones que salvaguardan nuestros derechos políticos es excesivamente onerosa, o peor aún, el lujo de una burocracia dorada.
El autócrata juega con nuestro entendimiento, nuestra dudas, y buena voluntad. ¿Quién con dos dedos de frente se opondría a un uso más eficiente de nuestros magros recursos públicos? ¿Quién no está de acuerdo en principio en incrementar el gasto social? Lo natural y lo deseable es siempre avanzar hacia una administración pública más eficiente y un gasto equitativo. Pero el autócrata todo lo confunde, todo lo mezcla. Su palabrería nos lleva de un lado a otro sin llegar a ningún lado. No convence, confunde. No analiza, pontifica. No argumenta, descalifica. Observa nuestras debilidades y ahí golpea. Olfatea sangre y pasa a la ofensiva.
El autócrata tiene voceros que repiten como loros su mensaje, incluso los hay leídos y entendidos. Nos piden adaptarnos a los tiempos, y todos los días justifican desde Twitter lo injustificable. Dan maromas. Tragan sapos sin hacer gestos. Nos dicen que ya todo es distinto aunque todo se vea igual o peor. Nos piden que pongamos empeño en ver el traje del emperador. ¿Si no podemos verlo será por nuestras propias culpas?¿Nuestra falta de fe? ¿O porque somos viejos y vivimos en el pasado? Entre la democracia electoral y la “purificación de la vida pública” ellos se apuntan a la purificación, con su fuerte tufo revolucionario y fundamentalista.
El autócrata encontró en su ascenso un aliado inesperado en la intelectualidad liberal, que por años criticó de forma despiadada a la democracia y sus instituciones. Le llamaron incipiente, frágil, boba, poca cosa, ineficiente, imperfecta, cara, sorda, y ciega. Ecos del relato de las tentaciones: “Si en verdad eres la democracia, demuéstralo. Resuelve la pobreza, la inseguridad, la corrupción, y la injusticia”. Cuando nada de esto sucedió se rasgaron las vestiduras con aire de superioridad: “¡Hay un gran desencanto democrático!” Tienen la escala de valores invertida: se preocupan por lo urgente y no por lo importante.
El autócrata habla siempre de sí mismo y, al hacerlo, imagina hablar por el país. En el fondo no intenta convencernos de nada. Sus decisiones sólo requieren su bendición, su santa voluntad. Por eso su verborrea suena hueca, pues no habla a la galería sino al espejo. En su plató televisivo sólo él importa y los demás son simples figurantes. Él no se cansa de hablar aunque ya nadie le escuche. Lo vemos, pero no lo escuchamos. Volteamos a verlo porque está ahí parado. Ya es pura costumbre. Sus palabras son como el ruido de la calle: pasa desapercibido pero llena el espacio. Y de eso se trata: de ocupar el espacio público y ahogar otros voces.
El autócrata no gobierna. No le interesa el pesado trabajo de hacer políticas públicas, de ver por la hacienda y las cuentas nacionales, de atender los asuntos grandes y pequeños del país, de escuchar a grupos y ciudadanos, de viajar a los centros de poder internacional, de hacer diplomacia y atraer capitales. De hacer el quehacer de nuestra casa común pues. Él vive contento en un palacio rodeado de lujos y asistentes. En su mente ese es el gran triunfo del país: haberlo llevado ahí en una elección. Imagina pues que el quehacer ya está hecho, lo que sigue es simplemente administrar y conservar el poder. Por eso trabaja sólo por las mañanas. Ya para qué ha de decir: ya todo está hecho.
El autócrata se piensa una víctima. Sus seguidores también. Para ellos la oposición no es un adversario político sino un enemigo a vencer. El villano de la película, el coco, el malo de malolandia, un espantajo y un peligro social. Por ello se apuran a utilizar su posición de fuerza para asestar el golpe definitivo. Es una mentalidad paranoica que considera cualquier autocrítica como signo de debilidad, y cualquier crítica una traición. Se está con ellos o contra ellos, punto y se acabó. Tienen todo el poder pero no les basta, porque para el que siente temor ninguna garantía es suficiente. Dice Gibrán Khalil: “¿No es el miedo de la sed cuando tu pozo está lleno, la sed que es insaciable?”
Podría seguir mi diatriba, pero no se trata de ocupar una radicalidad en las antípodas del autócrata. Se trata más bien de resistir una opresión, elevarse por encima de ella, y abrir una rendija a la esperanza.