Mi miedo primero era una bruja que vivía debajo de mi cama y que cada noche estaba lista para tomarme de los tobillos y llevarme presa a su guarida oscura bajo mi colchón, desde donde todo lo observaba y donde con seguridad me iba a encerrar en una jaula —como a Hansel—, o me iba a comer —como a los otros niños que se habían destapado durante la noche o habían caminado descalzos cerca del borde de la cama, los dedos de los pies cruzando el umbral hacia su reino—.
Luego, mi miedo se convirtió en un ojo que desde el cielo espiaba mis pensamientos y deseos y me hacía sentir mala, pecadora, sucia cuando en realidad solo estaba perdiendo la batalla hormonal y me sentía insuficiente, deforme: el ojo tenía una voz que me decía que sí, era deforme e insuficiente y nadie me quería, a nadie le iba a gustar.
Muy joven aprendí que cuando uno ama algo, o a alguien, con ese amor viene ese otro miedo que tampoco se va jamás: el miedo de perder lo que se ama.
Martha Bátiz
Por fortuna me di cuenta de que el mejor antídoto para ese miedo eran las carcajadas, como en cierta película de monstruos, y refugiada en mis amigos tejí un escudo de risas que me protegió hasta que estuve lista para mudarme al siguiente miedo: el miedo al abuso sexual. Ese miedo que es un solo ser todo brazos (brazos de machetes); todo manos (manos con dedos de navajas); todo bocas (bocas de ventosas y colmillos y hoyos negros); todo penes (penes como puños).
Medusa acechante en el mar de las calles, este miedo huele a sudor, metal y cloro. Es el miedo que no solo no se va nunca sino que ha estallado y enrarecido el aire desde que soy madre de dos niñas, mujeres ansiosas por sumergirse en las aguas de la vida. Ese miedo y sus tentáculos me cortan la respiración cada vez que las pienso lejos, solas, indefensas.
Muy joven aprendí que cuando uno ama algo, o a alguien, con ese amor viene ese otro miedo que tampoco se va jamás: el miedo de perder lo que se ama. A su lado, qué importan otros más pequeños, como el miedo al fracaso. Ese no es más que una sombra que serpentea entre los pies, y es verdad, su veneno paraliza. Pero la boa que habita algunas entrepiernas se alimenta de niñas y jovencitas y mujeres que salen de la vida para entrar a las estadísticas, que dejan de ser personas para convertirse en números y esos números son el más grande, el más profundo de mis miedos.