Somos muy pocos españoles en Toronto en comparación con otras minorías mucho más visibles e influyentes. En este país tan diverso y coral, todo es cuestión de minorías étnicas (así nos clasifican los canadienses); si perteneces a una importante tienes muchas oportunidades de exteriorizar tus orígenes, si eres español no hay muchos motivos de celebración. Por eso, cuando Rosalía anunció que actuaba en Toronto los cuatro gatos que somos entramos en convulsión. No se trataba sólo de un acontecimiento musical, que lo iba a ser por encima de todo, sino de una razón para salir del largo invierno canadiense y reivindicar por unas horas que también existimos. Los mexicanos o los colombianos o los venezolanos, que son aquí legión, tienen la fortuna de recibir con mucha frecuencia la visita de sus artistas, y esas ceremonias colectivas cohesionan y dan calor.
Por eso el concierto de Rosalía iba de música pero también de sentimientos; no confundir con ponernos intensitos. Y eso se comprobó desde el minuto uno de la larga espera a la que la organización sometió a las más de 1.000 personas que asistimos al concierto mientras se decidía a abrir las puertas. Primer signo de españolización: en un país que cumple a rajatabla con los horarios, el de Rosalía empezó con una hora de retraso. Hacer cola al aire libre una tarde de mayo en Toronto puede ser un sofisticado método de tortura y a la vez una descarada apropiación cultural. Viene al pelo, tratándose de un concierto de Rosalía.
El caso es que en esa larga espera uno tuvo tiempo suficiente para deshacerse de sus ropajes canadienses, acaso livianos y low cost, y recuperar de golpe la infancia, la adolescencia, la madurez, los paisajes y los sabores españoles y, sobre todo, el ruido español. En ningún sitio se grita como en España, y en esa cola de la sala Rebel de Toronto estaba condensada toda la esencia de los españoles de toda la vida que habíamos jugado a ser canadienses. No cuela; tres españoles son multitud y cientos son los sanfermines, la tomatina de Buñol y los carnavales de Cádiz todo junto.
Así es que esperando como si estuviéramos en casa se nos fue una hora de conversaciones con el de al lado, con el de delante y con el de detrás, ya se sabe: que si el jodido invierno canadiense, que como en España no se come, que Rosalía es la más grande, que si viste su versión de Los Chunguitos, que los canadienses son muy serios, que yo no me vuelvo pa España primo… Los expatriados tenemos la suerte, o la maldición, de desconocer los silencios incómodos. Siempre llevamos una lista de temas, que siempre son los mismos.
Cuando vives en el extranjero se da otro fenómeno: todos los eventos culturales o sociales son transversales, tienen una naturaleza intergeneracional porque nadie se los quiere perder. En Rosalía había una mayoría millennial pero una visible minoría “pureta”, la más ruidosa, para la que el concierto era una celebración de la amistad y del “ole nuestros cojones”. Los primeros te preguntaban en la cola con cierto tonillo de suficiencia si habías escuchado algo de Rosalía o si estabas ahí para no perderte el sarao. Se habla poco de la invisible brecha generacional, la digital y la mental. Y luego en el interior de la sala las dos Españas de siempre se hacían fuertes en sus dogmas de vida: los más jóvenes en las primeras filas y los demás acodados en las barras situadas estratégicamente, con ese escorzo tan español al que le faltaba el palillo en la boca y el suelo perdido de cáscaras de gamba.
Rebel es una inmensa sala de fiestas con hermosas vistas al Lago Ontario y horrorosa acústica. Salió de telonero Serpentwithfeet, conmovedor e irritante en sus esfuerzos por moverse como Drake y cantar como Post Malone, lo que le convierte en una copia mala de ambos. Rebel no ayuda pero alguien no hizo bien su trabajo en la prueba de sonido y aquello sonó como la discomóvil en las fiestas del pueblo de mi madre. La cosa se arregló un poco cuando irrumpió la artista en el escenario.
Había un runrún durante toda la noche que situaba el concierto de Toronto como una de las últimas oportunidades que se iban a dar en la vida para ver a Rosalía en un escenario pequeño y cercano. El fenómeno de la catalana, analizado a diario por prestigiosos medios de todo el mundo, anuncia una artista global en ciernes que puede jugar en la liga de Beyoncé o Rihanna pero que tiene muchos más talentos, registros y cualidades que estas. En su gira por América Latina ha llenado campos de fútbol y grandes recintos; en Coachella lo petó y anuncia un verano español apoteósico.
Con el formato reducido que ha llevado por pequeños escenarios de Norteamérica, seis bailarinas, un coro de voces flamencas, el Guincho (productor de El mal querer), y las bases de todas sus canciones pregrabadas, Rosalía hizo una actuación sin sorpresas ni decepciones, más allá de la brevedad de su repertorio y la consciente omisión de casi todos los temas de su primer álbum, el muy flamenco Los ángeles. En su camino por conquistar el mainstream mundial, Rosalía está cuidando cada detalle de su imagen, ninguno es casual o improvisado.
Sin renunciar a su esencia flamenca, de la que nunca se desprende, en su gira norteamericana ha priorizado el repertorio que la vincula mejor con el trending latino que está arrasando en Estados Latinos. Lo urbano, el reggaeton y el hip hop pesan más que lo flamenco pero todo junto convierte a Rosalía en una estrella única de muy altos vuelos. Toca tantos palos y los toca todos tan bien que, como me decía el artista colombiano Mao Correa a la salida, “es como un dulce que nunca empalaga”. Y así nos quedamos todos al acabar el concierto, con buen sabor de boca pero con la sensación de que nos faltaba otro dulce más.