Laury Leite (Ciudad de México, 1984) acaba de publicar su nueva novela, La gran demencia (Huso Editorial), en la que narra la vida de Daniel, un joven fotógrafo que regresa a las casa de sus padres en México para pasar el invierno. El reencuentro con una familia que ya no es la que era, desencadena una serie de crisis que enfrentan a cada uno de sus miembros al espejo de sus contradicciones y transformaciones.
La familia como núcleo de la sociedad, en el que se dirimen todos los conflictos clásicos, es de algún modo la metáfora de un tiempo trufado de incertidumbres, cambios de paradigma y cierto desasosiego. Como señala el escritor en esta entrevista, la novela funciona como una biopsia que extrae «una muestra minúscula de un tejido —una familia, en mi caso— y la examina con un microscopio para descubrir qué clase de enfermedades se están propagando en silencio en el cuerpo de nuestra sociedad».
El escritor mexicano-canadiense vive en Toronto desde hace diez años. Ha publicado cuentos, artículos, ensayos, entrevistas y crónicas literarias. En 2017 apareció su primera obra, En la soledad de un cielo muerto, un novela sobre desarraigo y la falta de «un lugar en el mundo» que siente un mexicano que emigró a España y debido a la crisis económica tuvo que regresar al suyo y a vivir con su madre. Leite no desecha la etiqueta de «escritor existencialista» que le han adjudicado algunos críticos literarios, y afirma rotundo que «ser optimista por el futuro de la humanidad me parece una postura casi obscena».
¿Qué es La gran demencia?
La gran demencia es una novela que intenta reflejar nuestra forma de existencia actual y los orígenes sociales que sostienen nuestra estructura ideológica. Es un libro sobre cómo, en muchos casos, las revoluciones terminan siendo absorbidas por los paradigmas sociales y, en última instancia, incluso llegan a fortalecer el aparato ideológico que en un principio se proponían combatir. La novela cuenta la historia de Daniel, un joven fotógrafo, que vuelve a casa de sus padres en la periferia de la Ciudad de México para pasar el invierno con su familia. Su actitud subversiva desencadena una serie de crisis en las vidas de sus padres, unos ex-hippies que hace mucho se asentaron en un modo de vida más convencional; en su hermano, un arquitecto exitoso que proyecta un hotel en la playa donde sus padres vivieron en una comuna; y en su hermana, una nihilista que intenta destruirle la vida a la gente a su alrededor por diversión. En un momento de la novela, Daniel descubre “La gran demencia”, un manuscrito sobre la naturaleza subversiva del arte en el que un amigo suyo estaba trabajando antes de suicidarse y su vida cambia para siempre.
¿Qué proceso mental o de observación de la realidad ha llevado a Laury Leite a escribir esta novela?
Para mí, la observación es siempre un punto de partida. Miro y me pongo a reflexionar acerca de las cosas que veo, de los patrones de conducta que se repiten, de los gestos, de los anhelos y frustraciones de la gente que me rodea. Luego esto se mezcla con memorias de la infancia, claro, con otros libros que leo y empieza a emerger la forma de un texto. El resto del trabajo es ir a la caza de esas imágenes que fluyen en el interior. Pienso que la escritura en sí misma es una observación de las imágenes que existen en la mente, de las inventadas o las que hemos visto y permanecen en la memoria. También te diría que una razón para escribir este libro siempre fue el deseo de conocer, de indagar en nuestra memoria colectiva y descubrir qué tipo de decisiones sociopolíticas nos trajeron aquí, qué tipo de mitos y fantasías hemos creado, por qué creemos las cosas que creemos, consumimos las cosas que consumimos y valoramos las cosas que valoramos. En este sentido, quería que la novela funcionara como una biopsia que extrae una muestra minúscula de un tejido —una familia, en mi caso— y la examina con un microscopio para descubrir qué clase de enfermedades se están propagando en silencio en el cuerpo de nuestra sociedad. Pero muchas de las imágenes y los espacios que aparecen en el libro son cosas que he observado, una mezcla de recuerdos y personas que he conocido, aunque no se trate en lo más mínimo de un relato autobiográfico ni realista.
Dice Edgar Borges en el prólogo que La gran demencia es una novela llamada a ser un registro subversivo de nuestro tiempo”. ¿Vivimos una época que exige este tipo de compromisos intelectuales?
Es un tema muy interesante. En mi opinión, vivimos una época que exige compromisos ciudadanos, no solo por parte de la gente que escribe. No solo la nuestra, sino que cada sociedad y época necesitan compromisos ciudadanos. Lo que pienso que necesitamos ahora particularmente es trascender la esfera privada, ir más allá del estrecho horizonte de la familia y el trabajo, que suele justificar todo tipo de conductas deplorables. Pero, a mi modo de ver, si la literatura tiene que ser algo, es lo que siempre ha sido, nada más ni nada menos. Esa dulce y rítmica demencia de la que hablaba Giorgio Manganelli. La literatura es una brújula que nos ayuda a orientarnos en el laberinto de la realidad.
La gran demencia es un libro de relatos que al unirlos forman a modo de mosaico el retrato de una familia que, de algún modo, ilustra todas las debilidades del mundo actual: el individualismo, la deshumanización… ¿Crees que esa familia es un estereotipo reconocible que habla de nuestro tiempo?
Es posible. Se trata de una familia un poco particular, pero dentro de sus particularidades sí representan ciertos valores con los que la mayoría de las familias en el mundo occidental se identificarían. Claro que hay todo tipo de familias, algunas más agradables que otras, pero las estructuras de poder, las convenciones y las aspiraciones de ascenso social son fenómenos que se suelen repetir. Por eso me parecía que una familia nuclear que había terminado siendo convencional casi por accidente retrataría mejor los miedos y tensiones que subyacen en todas las familias. A fin de cuentas, como se suele decir, las familias son microcosmos de la sociedad.
Yo leo para pensar, no para pasar el rato, para eso veo un partido de futbol, que disfruto mucho.
El libro combina con mucha habilidad la ficción y el ensayo, que se cuela a modo de entremeses o de reflexiones en la narración. ¿Por qué has optado por esta fórmula de tanto riesgo?
Esa siempre fue la idea. Me gustan mucho las novelas que tienden hacia el ensayo o los ensayos que se deslizan hacia la novela. Yo leo para pensar, no para pasar el rato, para eso veo un partido de futbol, que disfruto mucho. Siempre leo tres libros al mismo tiempo: una novela, un libro de ensayos y otro de poesía. Mis libros favoritos son los que conjugan la novela, el ensayo y la poesía en uno mismo. Salvando las infinitas distancias, libros como El hombre sin atributos de Robert Musil o Los sonámbulos de Hermann Broch me sirvieron como modelos para La gran demencia. Te diría que los ensayos que incorporo en el libro son casi personajes. Sin esos pequeños ensayos que intentan reflexionar sobre los procesos históricos que informan el comportamiento de los personajes, y sobre los temas que van surgiendo en la narración, la novela no tendría sentido. Sobre todo La gran demencia, el último ensayo. Sin leerlo, no se comprende nada de lo que hemos leído hasta ese momento. A diferencia de otras cosas que he escrito, tuve la estructura de esta novela, incluidos los ensayos, clara desde el inicio. Hubo improvisación, claro, pero más en el tono que en lo estructural.
En alguna ocasión te has declarado absolutamente pesimista respecto al ser humano. Diría que esta percepción es muy evidente en La gran demencia, donde cierto nihilismo acecha en cada página.
Sí, tienes razón, creo que esa percepción está en todo lo que escribo. Si te soy sincero, me sorprende que haya gente que conozca la historia de nuestra especie y sea optimista. Ser optimista por el futuro de la humanidad me parece una postura casi obscena. Hay teorías bastantes serias que sostienen que el homo sapiens provocó deliberadamente la extinción de los neandertales. Nuestra civilización está fundada sobre el racismo, el machismo y el genocidio. El colapso ecológico provocado por la cantidad de basura que producimos y consumimos es inminente. Sabiendo esto, adoptar una postura pesimista respecto al ser humano me parece casi una postura de aceptación de la verdad. Soy pesimista por nuestra historia, por la desigualdad que sigo viendo y las atrocidades que han pasado y siguen pasando cada día. Pero no soy cínico. Como dice Gramsci, hay que ser pesimistas de la inteligencia y optimistas de la voluntad. Mi pesimismo no quiere decir que después de la entrevista me vaya a tirar por la ventana, para nada. Los humanos también hemos hecho cosas maravillosas como los últimos cuartetos de Beethoven, las novelas de Virginia Woolf, las películas de Fellini o la Odisea de Homero. Sigo creyendo que es importante luchar por las cosas que creemos y tratar de no empeorar el mundo más de lo que ya lo hemos hecho. Disfruto mucho de la vida y me encanta reírme, aprender cosas nuevas, leer, escribir, pasarla bien y tomar cerveza. Es que simplemente no veo en el mundo muchos motivos para regodearme en el optimismo.
¿Es más fácil escribir sobre la desesperanza que sobre la felicidad?
La felicidad, sobre todo, hay que disfrutarla cuando aparece. En el momento en que se escribe sobre la felicidad, la felicidad se transforma en la melancolía del tiempo que pasa. Me parece que siempre, de un modo u otro, se escribe sobre la desesperanza y el sufrimiento porque no les encontramos sentido. Solo a través de la literatura, del arte, podemos reflexionar acerca de ese tipo de experiencias. La felicidad son breves apariciones, momentos dulces y transitorios en medio de la ruina silenciosa hacia donde avanza todo. Siento que siempre estamos escribiendo sobre ruinas.
Hay algo en común entre tu nueva novela y la primera En la soledad del un cielo muerto, que es la presencia de la familia, a veces como germen de conflictos y otras como última esperanza para la redención.
Sí, es cierto. Son familias distintas, pero familias, al fin y al cabo. Las dos novelas tienen como protagonista a un personaje que no encuentra su lugar en el mundo y que busca en el núcleo familiar respuestas a sus preguntas existenciales. Creo que así funcionan las familias en muchos de nosotros, como lugar de protección y tortura al mismo tiempo. Son esperanza y castigo simultáneamente. Los lazos familiares están cargados de amor y ternura, pero también de culpa, acusaciones y sufrimiento. Las familias siempre oscilan entre emociones opuestas.
Los lazos familiares están cargados de amor y ternura, pero también de culpa, acusaciones y sufrimiento. Las familias siempre oscilan entre emociones opuestas.
Es una novela en la que también aparecen muy bien referenciados los paisajes que envuelven tu vida: tu México natal, Toronto, España… ¿De qué modo han influido en tu experiencia como escritor?
Los lugares donde he vivido me han influido muchísimo, cada uno a su manera. Creo que es la perplejidad que me provoca la idea misma de lugar lo que me empuja a escribir. Añadiría Brasil a la lista, porque es el país de mi papá, y también Cuba, porque es un país donde pasé una parte de mi infancia por el trabajo de mi papá. Mis padres se conocieron en Rusia, entonces creo que de algún modo sus memorias de ese país también me han influido. Todo te influye como escritor, de manera más o menos consciente. Eso sí, detesto los nacionalismos y mi ciudad ideal estaría formada por distintos fragmentos de todas las ciudades donde he vivido. Hay una idea de Italo Calvino que me interesa mucho. En las Ciudades Invisibles, describe una ciudad continua que no empieza ni termina nunca. Podríamos pensar en todas las ciudades del mundo como una continuación de esa ciudad infinita. Cada ciudad contiene solo pequeñas variaciones de lo mismo. Tal vez un signo está en otro idioma, pero nada cambia sustancialmente de una ciudad a otra. La ciudad como espacio es lo que más me ha influido como escritor, sobre todo, por sus paisajes.
¿De qué modo ha evolucionado el proceso creativo de Laury Leite desde su primera novela, En la soledad de un cielo muerto, publicada en 2017?
Hay cosas que cambian. Creo que ahora me conozco mejor y sé cuál es mi método de escritura. Ahora tengo muy claro el tipo de escritor que soy. “En la soledad de un cielo muerto” fue un proceso de exploración, de descubrir cómo los temas que me interesaban podrían cobrar la forma de una novela. Fue un gran aprendizaje sobre el lenguaje y la estructura narrativa. Con el tiempo he cambiado. Ahora conozco mi proceso mucho mejor y me frustro menos. No tengo miedo a desechar cientos de páginas si veo que la novela no está funcionando. La gran demencia fue un proceso extraño porque tenía todo clarísimo desde el principio. Solo necesitaba tiempo para sentarme a escribir, pero todo estaba armado en mi cabeza, de principio a fin, incluso la cantidad de palabras. Fue muy raro. Mi tercera novela, que terminé hace poco, fue completamente diferente. Escribí cien páginas, no me gustaron, las tiré y empecé escribiendo todo otra vez desde otro ángulo. Cien páginas a la basura. Pero fue importante porque quedó algo de la atmósfera. Creo que cada libro te va enseñando cómo se tiene que escribir. Quedé muy contento con la tercera novela, pero el proceso de escritura fue durísimo. Lo que nunca cambia es la disciplina cotidiana, escribir todos los días unas cuantas horas.
¿A qué autores lee Laury Leite cuando escribe?
Siempre estoy leyendo. Siempre. Novela, ensayo, poesía. Teatro un poco menos, antes lo leía más. Y siempre estoy escribiendo o pensando en escribir algo, de modo que no leer mientras escribo significaría no leer nunca. Solo leo cosas que me encantan, por eso no tengo miedo a que me influyan. Al contrario, ojalá se me pegue algo de las cosas que leo. Cuando escribí La gran demencia leí mucha teoría. Adorno, Benjamin, Marcuse, etc. Hay dos novelas que me gustan mucho y que siempre volvería a leer encantado. Proleterka de Fleur Jaeggy y Verde agua de Marisa Madieri. Son dos libros perfectos. Ahora estoy leyendo La vida instrucciones de uso de Perec y soy la persona más feliz del mundo.
Me gusta vivir en Toronto, es la ciudad perfecta para las personas que no tenemos nacionalidad.
Aseguras que los largos inviernos canadienses son tu mejor fuente de inspiración. ¿Te sientes cómodo con la etiqueta de escritor en la diáspora o no te reconoces en esa literatura del desarraigo?
Es que los inviernos canadienses son perfectos para encerrarse en la casa a leer y escribir. La verdad es que cualquier etiqueta me da un poco igual. Mi literatura sería literatura del desarraigo en cualquier lugar donde la escribiera. Toda la literatura se debería considerar de la diáspora, excepto quizá, la que se escribe en el pequeño rincón de África donde nació el homo sapiens. Fuera de broma, ya me resigné a la idea de que no tengo nacionalidad. Tengo tres, lo que obviamente quiere decir que no tengo ninguna de verdad. En ningún lugar piensan que soy de ahí, de modo que ya me acostumbré a eso. De todos modos, la construcción de la identidad nacional me parece una de las cosas más ridículas que hay. Las nacionalidades solo sirven para pasársela bien y bromear cuando hay un mundial de futbol. Por eso me gusta vivir en Toronto, es la ciudad perfecta para las personas que no tenemos nacionalidad.
¿Se puede ser mexicano, residir en Toronto y vivir de la literatura?
Residir en Toronto y vivir es una complicación para todos. Es una ciudad demasiado cara. Nunca fue mi objetivo vivir económicamente de la literatura. No quería tener la presión ni la obligación de escribir todo el rato. Pero, como sabe todo el que ha escrito, la literatura es parasitaria y te pide cada vez más y más tiempo, que no suele ser remunerado. En Canadá tenemos la fortuna de que hay un sistema robusto de apoyo a los artistas, y eso siempre ayuda. Pero no es estable, nunca sabes si vas a recibir una beca o no. Yo he sido afortunado y he recibido varias, y cuando las recibo vivo más desahogadamente. También doy clases para suplementar mis ingresos y me gusta mucho. Aprendo muchísimo de mis estudiantes y son mis mejores amigos. Ahora bien, independientemente de la precariedad económica que pueda traer, tengo que decir que no podría vivir sin la literatura. Sin duda, es una forma de adicción.