Un niño de unos diez años salió llorando al final de la ceremonia de juramentación para la ciudadanía canadiense. Su padre lo llevaba de la mano.
— ¿Y ahora tú por qué lloras? — le preguntó su papá.
— ¡Porque yo soy mexicano!
— ¡Pero naciste aquí, en este país!
— Sí, pero soy mexicano. ¡Es que me da coraje! ¿Por qué me hicieron cantar otro himno?
Ambos siguieron su camino rumbo a la salida. Ahí se dirigían todos los invitados en masa: los nuevos ciudadanos, sus familiares y amigos. Acababa de concluir la ceremonia que duró dos horas exactas y se apuraban por fotografiarse en el vestíbulo, al lado de la bandera de Canadá y mostrando el certificado que los declaraba como nuevos canadienses. Nosotros salimos también pero buscando algo para comer. Llegamos tarde al acto y sin desayuno. Mi esposa me había asegurado que aquí nos darían. A ella y a mi hija mayor se lo ofrecieron la mañana en que se hicieron ciudadanas hace dos años.
— Uy, amor, pensé que hoy también nos iban a dar…
— Seguro recortaron el presupuesto. Los canadienses se habrán dicho: ¿encima que les damos ciudadanía también quieren desayuno? — le respondí.
Era principios de agosto y había presentado mi demanda de ciudadanía ocho meses antes, en noviembre del año anterior. Gracias a la ayuda de un especialista de L’Hirondelle (un organismo que orienta gratis a inmigrantes) envié mis documentos y el formulario de mi demanda al gobierno con la seguridad de que no me lo devolverían por algún error.
— Si nos tardamos haciendo el formulario es porque esto se hace con calma, para evitar que el gobierno te devuelva tu dossier y pierdas tiempo —, me explicó el amable especialista de L’Hirondelle que había llegado a Montreal con sus padres siendo un niño durante el exilio chileno de los años 70.
Con la tranquilidad que me inspiró, envié mi demanda a ojos cerrados y recibí la respuesta oficial en marzo siguiente: el gobierno me convocaba al famoso examen de conocimientos para tener la ciudadanía canadiense. Debía presentarme para la prueba apenas dos semanas después.
[perfectpullquote align=»full» bordertop=»false» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]»Por eso te lo dije hace tiempo: comienza a estudiar, pero nunca me haces caso. Ahora vas a tener que memorizarte rápido el libro de la historia de Canadá en quince días. Es el libro que te envían por el correo postal— me respondió ella».[/perfectpullquote]
— ¿Por qué avisan dos semanas antes? Tengo apenas quince días para estudiar para el examen — le comenté a mi esposa.
— Por eso te lo dije hace tiempo: comienza a estudiar, pero nunca me haces caso. Ahora vas a tener que memorizarte rápido el libro de la historia de Canadá en quince días. Es el libro que te envían por el correo postal— me respondió ella.
— Pero no me han enviado nada…
— ¿Qué raro, ya no lo envían? Antes lo enviaban. (Descárgatelo de la página web)
— Me han recomendado unas aplicaciones de Internet para estudiar. Te las bajas a tu celular. Dicen que ahí están todas las preguntas y respuestas fijas del examen.
— Sí, también las usé, pero mejor estudia el libro también.
Dos días antes del examen:
— ¿Y cómo vas con eso, mi amor, ya estudiaste? — me preguntó mi esposa.
— Muy bien, ya respondo el 100% de las preguntas de las aplicaciones. Les achunto a todas. No fallo.
— ¿Y el libro? ¿Lo leíste, verdad?
— Este… No, aún no, pero con las aplicaciones…
— ¡Pero en las aplicaciones no está toda la información! ¿No te lo dije? ¡Por qué nunca me haces caso! ¡Ponte a estudiar el libro ahora mismo!
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Pasé las dos madrugadas previas a mi examen memorizándome el libro. Y, efectivamente, había información que las aplicaciones no ofrecían, cosa que comprobé la mañana de mi examen en un amplio edificio del gobierno, donde tres mujeres supervisaron la prueba como en la escuela: un mínimo intento de girar la cabeza para ver la prueba ajena y te mostraban su cara de perro bravo.
[perfectpullquote align=»full» bordertop=»false» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]»Cuando culminé el examen, pasé a una sala de espera donde debí aguardar al agente de inmigraciones que me diría si había o no aprobado el examen. Todos los citados esperábamos inquietos el llamado».[/perfectpullquote]
Cuando culminé el examen, pasé a una sala de espera donde debí aguardar al agente de inmigraciones que me diría si había o no aprobado el examen. Todos los citados esperábamos inquietos el llamado. Mientras tanto, los correctores de los exámenes depositaban las pruebas en dos cajas distintas: la de los aprobados y la de «los burros». ¿A qué caja iría mi prueba? La larga espera me hizo dudar de mi seguridad inicial: ¿habré respondido bien las preguntas? Cada cierto rato, por una puerta lateral, salía un agente que cogía un dossier, habría la primera página y haciendo el ademán de que miraba una foto dentro del dossier miraba al instante a los presentes como queriendo reconocer ese rostro en la sala. Una vez que lo identificaba se acercaba y le decía: “venga conmigo”. Hundido en mis cavilaciones, angustiado, al fin un agente del gobierno se me acercó para decirme: “sígame”.
En su oficina le presenté los documentos originales que me pidieron llevar. Me preguntó por qué había viajado tantas veces a mi país, qué es lo que había estudiado en Canadá, en qué había trabajado, cuántos hijos tenía…
— Señor Fulano de Tal, usted aprobó su examen. Se equivocó solo en una pregunta. En tres o cuatro meses recibirá una invitación oficial para la ceremonia de juramentación de ciudadanía. Eso es todo, puede irse.
La mañana de la juramentación escuché el discurso de una destacada profesional inmigrante cuya prominente carrera era un modelo para los nuevos ciudadanos que la escuchábamos. Pasé al escenario a recibir mi certificado. Juré por la reina levantando la mano derecha, y canté el himno, primero en inglés; luego, en francés; finalmente en una versión que combinaba ambas lenguas. Nos habían entregado la letra en un papel. ¡Oh, Canada!, el grito que todos los ciudadanos naturalizado recuerdan como inicio y estribillo final, ¡Oh, Canada!, repetíamos los asistentes con claridad aunque el resto de la letra la masticáramos entre murmullos mal pronunciados. El ¡Oh, Canada! retumbaba con convicción en la sala, y se avivaba en mi voz cuando pasaba de cerca uno de los vigilantes de la sala cuya tarea era observarte para ver si juras de verdad, para escucharte cantar como debes. Como moscas, los vigilantes recorrían las filas sin quitarles la mira a los asistentes. Uno de ellos se detuvo cerca de mi fila como observando algo raro, ¿me miraba a mí? Seguí cantando leyendo la letra sin darle importancia, y de pronto preguntó:
— ¿Y usted, no canta el himno?
— Ya lo canté en francés — le contestó con seriedad mi vecina de asiento.
¡Oh, Canada!, tierra de lejanías y sueños, que ofrece a tantos una nueva oportunidad.
Afuera, mientras aguardábamos nuestro turno para fotografiarnos con la bandera, el niño mexicano lloroso, ya más calmado, posaba con su familia en un retrato para la posteridad.
Artículo publicado originalmente en Hispanophone