Era solo cuestión de tiempo para que me contagiara.
Hace unos meses entré a trabajar en un hospital de Montreal. Había laborado unos años en un CHSLD (Centre hospitalier de soins de longue durée) y, después de un tiempo, sentía que necesitaba un cambio. Hablar de cuidados de “larga duración” implica que los pacientes solo salen de allí cuando mueren, lo cual es difícil para uno desde un punto de vista emocional. Por eso, en cuanto supe de la vacante en este otro hospital, postulé mi candidatura. Al poco tiempo me llamaron: había obtenido un puesto en una unidad de medicina interna y debía iniciar a comienzos de este año. Hoy, después de todo lo que ha pasado (en especial en los CHSLD), pienso que al fin de cuentas fue para mí un cambio afortunado.
La unidad donde trabajo ahora se especializa en atender diferentes problemas de salud entre adultos. Tenemos 35 habitaciones (algunas privadas, otras que albergan hasta 4 personas), y la rotación de pacientes es bastante alta dadas las características de la población que admitimos. Podría decir que es una unidad diversa en muchos aspectos: el equipo multidisciplinar está compuesto por profesionales de más de 7 áreas diferentes, los integrantes tenemos distintos orígenes (nuestras lenguas maternas no son las mismas), y todos trabajamos por un mismo objetivo: el cuidado integral de nuestros pacientes.
Trabajo como enfermera clínica, una profesión con la que me siento plenamente identificada y que, aunque suena a cliché, realmente me apasiona. He sido enfermera por casi una década. Mis turnos pasan con una rapidez que no siento, pues siempre hay algo por hacer. En la unidad hay un movimiento constante, no solo del personal y los pacientes, sino también de familiares que acuden sin falta a ocuparse de sus seres queridos. En muchas ocasiones, son estos últimos quienes se convierten en el principal apoyo para nosotros, especialmente cuando se trata de adultos monolingües que no hablan ni inglés ni francés, o que padecen de algún tipo de demencia que no les permite comprender su situación de hospitalización.
[perfectpullquote align=»full» bordertop=»false» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]Escuché hablar por primera vez del “coronavirus” en diciembre de 2019. Parecía algo lejano, una cosa que estaba ocurriendo en un pueblo o ciudad remota de algún lugar de China.[/perfectpullquote]
Escuché hablar por primera vez del “coronavirus” en diciembre de 2019. Parecía algo lejano, una cosa que estaba ocurriendo en un pueblo o ciudad remota de algún lugar de China. De vez en cuando compartía con alguien apreciaciones sobre si podría tratarse de una conspiración, un arma biológica, una estrategia política o todas las anteriores. Después la noticia fue creciendo, los aeropuertos fueron cerrando sus puertas a vuelos internacionales y había más casos detectados en diferentes esquinas del planeta. Se hablaba entonces de personas con dificultad respiratoria conectadas a respiradores, de escasez de insumos… en fin. Las opiniones personales se empezaron a transformar en inquietud. Ya la inminencia de un problema que podría llegar a tocar las puertas del hospital, o incluso las de nuestros hogares, parecía cada vez mayor.
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Recuerdo que en Italia fue declarado el estado de emergencia el último día de enero. Allí el sistema de salud había colapsado. Luego vino febrero, que estuvo marcado por la aparición de casos que rayaban en los cientos o miles en distintos países. En marzo ya había certeza de que el COVID-19 estaba en Canadá. La primera provincia en declarar el estado de emergencia fue Ontario. El primer ministro del país hizo un llamado a los canadienses en el extranjero para que regresaran. Poco después el estado de emergencia fue declarado en la provincia de Quebec y el hospital donde trabajo fue designado como uno de los principales centros de tratamiento de la enfermedad para pacientes agudos en Montreal.
El primer impacto que viví como enfermera fue el decreto del primer ministro de Quebec, el señor François Legault, el cual prohibía la entrada de visitantes a las instalaciones del hospital. Una medida que para los profesionales de la salud tiene sentido, pero que generó mucha angustia, confusión e impotencia entre los familiares de los pacientes. Para nosotros, la carga laboral se incrementó notablemente, ya que en un contexto de hospitalización muchas veces el familiar es un apoyo para las tareas básicas como asistir en la alimentación, ir al baño, traducir cuando es necesario, pero sobre todo, para brindar acompañamiento psicológico al paciente para que no se sienta solo. La ratio enfermero – paciente no nos permite pasar mucho tiempo socializando, así que esta primera medida del gobierno se vio reflejada en un aumento del uso de medidas de contención (por ejemplo para prevenir caídas) y constantes llamadas telefónicas para informar a los familiares los cambios que normalmente son visibles para ellos estando en el hospital.
Por otra parte, existían ya rumores entre el equipo sobre cómo se estaba manejando el tema del virus en los departamentos de urgencias y en el pabellón designado para pacientes COVID-19 positivo. De vez en cuando recibíamos la visita de algún compañero de “transporte” (también conocidos como camilleros) que nos contaba lo que había visto ahí “abajo en urgencias”: personal usando batas desechables, tapabocas N95, guantes y caretas todo el tiempo. Recuerdo que yo pensaba: “qué calor el que debe sentirse trabajando 8 ó 12 horas con todo eso encima del uniforme”. Otros nos contaban cómo la unidad de cuidados intensivos se estaba llenando con personas que necesitaban soporte respiratorio, las medidas de aislamiento, la incertidumbre de protocolos que cambiaban diariamente debido a la falta de información y a la novedad.
Sin embargo, no pasaba de eso: historias que nos traían nuestros compañeros desde los pisos de abajo. El acceso a esas zonas es restringido, y la realidad es que uno anda tan ocupado durante su turno que las probabilidades de darse un paseo por las otras unidades del hospital son casi nulas.
Las cosas empezaron a cambiar en las dos últimas semanas de marzo. La cotidianidad se convirtió en reuniones diarias, en inquietudes, en constantes visitas del Departamento de Control y Prevención de Infecciones. Hasta que un día, en un turno de la tarde, nos dieron la orden: necesitamos evacuar la mitad de la unidad inmediatamente. Fue un turno de esos que uno no olvida fácil, de esos que requieren de un buen desahogo después. La cantidad de información que uno debe manejar es aplastante, hay que desarrollar estrategias para no confundirse, organizarse y reorganizarse, y todo eso en dos lenguas que no son mis lenguas maternas. Ese día el equipo trabajó en una sincronía increíble, dando de alta a los pacientes que estaban listos, calculando quién necesitaba aislamiento, quién podría ser trasladado a otra unidad, etcétera. De esa manera se lograron liberar ¡19 habitaciones!
[perfectpullquote align=»full» bordertop=»false» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]Las cosas empezaron a cambiar en las dos últimas semanas de marzo. La cotidianidad se convirtió en reuniones diarias, en inquietudes, en constantes visitas del Departamento de Control y Prevención de Infecciones.[/perfectpullquote]
Fuimos notificados de que allí se iban a recibir pacientes “rule out COVID-19”, lo cual se refiere a las personas que presentan todo el cuadro de síntomas de infección del virus, pero que aún no han sido diagnosticadas como COVID-19 positivos.
Todo pasó muy rápido. Recibí la notificación a mi correo electrónico y cuando llegué al día siguiente, me encontré con las puertas de la unidad entrecerradas, con un cartel rojo de grandes proporciones que era imposible no advertir: “zone d’isolement – isolation zone” (zona de aislamiento). Ese mismo día se nos brindó entrenamiento sobre cómo hacer el test, sobre el uso del equipo de protección personal (EPP) y sobre el “buddy system”, una práctica en donde dos enfermeros trabajan juntos para evaluar el uso de EPP y disminuir las entradas y salidas de las “habitaciones COVID”. Nos entregaron un uniforme con la idea de evitar el transporte de objetos y prendas personales contaminadas a nuestros hogares. Se implementó una lista de chequeo para las 19 habitaciones (que ahora son individuales) en aras de preparar la llegada de los pacientes a la unidad. Hicimos también simulaciones entre nosotros.
Por mi parte, fui una de las primeras enfermeras en recibir un paciente de los llamados “rule out”. Se respiraba mucha tensión en el ambiente. La novedad, la cantidad de información que nos entregaron en tan poco tiempo… ¡Me dolía la cabeza! Preparamos la habitación, mi superior inmediata me pidió vestirme con los implementos de seguridad y esperar. Es un protocolo complejo que con el tiempo hemos aprendido y dominado. Se requieren 4 personas para trasladar a un paciente: un agente de seguridad que garantiza el aislamiento en los ascensores y que comunica su ubicación, dos personas de servicios generales que van limpiando las superficies por donde pasan, y una persona de “transporte”. De nuestro lado está el enfermero que recibe, su “buddy” o colega, y el préposé. Esperé 25 minutos con el EPP puesto. Sentí ese calor que me había imaginado en días pasados, no solo por el equipo, sino por la adrenalina que mantiene todos los sentidos alerta para evitar la contaminación. Estaba sudando.
Así comenzamos a recibir a muchas personas. Empecé a observar que el virus podía atacar a cualquier edad, a personas con comorbilidades o sin ellas, y que cada una reaccionaba de manera diferente. Comprobé con asombro que a veces, con solo tocar al paciente, podía sentir que su piel hervía y ver la incomodidad de la persona en su propio cuerpo debido al dolor articular, la necesidad de oxígeno en algunos, la ausencia de energía en otros. Pero el común denominador era siempre la incertidumbre de los pacientes: ¿voy a estar bien? ¿Qué va a pasar conmigo?
[perfectpullquote align=»full» bordertop=»false» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]Comprobé con asombro que a veces, con solo tocar al paciente, podía sentir que su piel hervía y ver la incomodidad de la persona en su propio cuerpo debido al dolor articular, la necesidad de oxígeno en algunos, la ausencia de energía en otros.[/perfectpullquote]
Estas preguntas se leen en su mirada. Siempre he creído que la sonrisa es el mejor acercamiento y el mejor tranquilizante, pero ahora, con el uso constante del tapabocas, la sonrisa no es muy útil. Es difícil conectar con ellos cuando lo único que pueden ver de uno son los ojos. Algunas personas no hablan ni inglés, ni francés, ni español, así que es difícil para mí explicar lo que tengo que hacer (esto sin dejar de lado que pueden ser procedimientos invasivos, que la persona está desnuda debajo de la bata de hospital y que es un total desconocido que en muchos casos tiene miedo). El trabajo en equipo es vital en esta fase. La función del “buddy” es entregar oportunamente los equipos necesarios para continuar con el diagnóstico y tratamiento que se inició en urgencias. Ellos también anotan los signos vitales, porque todo lo que ingresa en esa habitación no puede tener ningún contacto con el exterior, ni siquiera un bolígrafo y un papel.
En esas condiciones, es difícil mantener una relación empática con el paciente. El protocolo dice que debemos minimizar las entradas y salidas de la habitación, así como el tiempo de exposición dentro de la misma. Todo debe ser muy preciso. Uno ingresa a la habitación con un objetivo de base: no contaminarse, y una lista de chequeo mental. Adicionalmente me encontré verificando constantemente mi EPP, que mis gafas no se empañaran por algún escape de aire del tapabocas, que el guante cubriera la bata, que el paciente tuviera todo lo que necesita porque no voy a volver a entrar en algunas horas, evaluar el riesgo de caídas, los líquidos intravenosos, la eliminación… Y sobre todo, hacer caso omiso del calor y la molestia que produce respirar con el mismo tapabocas durante varias horas.
Así transcurrieron mis turnos, 6 días por semana durante casi 4 semanas, con un dolor de cabeza constante que manejé fácilmente con ibuprofeno. Tenía las orejas adoloridas de cargar tapabocas, las manos secas de tanto lavarlas. Empecé a notar que los medios nos llamaban “ángeles”, “héroes”, lo cual me hizo sentir incómoda porque genera la expectativa en el público general de que debemos hacer lo que sea para soportar el sistema de salud, haciéndonos responsables del mismo. Los héroes no hacen preguntas, no cuestionan que hay irregularidades con la administración de EPPs, no cuestionan la cancelación de días libres ni el aumento de horas de trabajo, no cuestionan la ausencia de una compensación justa. El 22 de abril, el Ministerio de Salud y Servicios Sociales (MSSS) informó que miles de escobillones para el diagnóstico de COVID-19 habían sido contaminados durante el transporte hacia Quebec. Así supe que podíamos estar teniendo “falsos negativos”. Así nos dimos cuenta de que habíamos estado expuestos.
Y fue en este contexto como un día cualquiera de finales de abril noté que no sentí el sabor de mi almuerzo. Uno de los síntomas notificados por pacientes COVID-19 alrededor del mundo es la anosmia, que significa pérdida del olfato, y en consecuencia la ageusia, que es la pérdida del gusto. No es regla general, pero está documentado en las investigaciones.
Hice varias pruebas “caseras” en busca de mi percepción de olores. Intenté con café, con mi perfume, con alcohol… ¡Y nada! Ocurrió de un momento a otro. Así que hice lo que todo ciudadano debe hacer en presencia de síntomas: tomar el test. El “swab” (ese barrido que se hace introduciendo el hisopo por la nariz hasta la faringe de los pacientes sospechosos de tener la enfermedad) que había realizado a tantas personas ahora debía ser realizado en mí. Por primera vez me sentí como paciente, recibiendo instrucciones del tipo “no toque nada”, “camine dentro de las líneas que ve en el suelo”, “lávese las manos aquí”, “incline la cabeza hacia atrás, va a ser incómodo”, “no se mueva”. Descubrí que el “swab” es un procedimiento rápido cuando soy yo la enfermera (no son más de 10 segundos), pero que es una eternidad cuando uno es el paciente.
[perfectpullquote align=»full» bordertop=»false» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]La incertidumbre me invadió el estómago, y empecé a contemplar cómo iba a pasar el aislamiento teniendo a toda mi familia en otro país.[/perfectpullquote]
La incertidumbre me invadió el estómago, y empecé a contemplar cómo iba a pasar el aislamiento teniendo a toda mi familia en otro país. Pensé instintivamente en aquellas personas que me acompañan aquí, que es la familia que uno escoge cuando emigra. Proyecté cuánto mercado tenía, cuanto acetaminofén e ibuprofeno, qué libros tenía a mi disposición y qué cosas me harían falta.
Mi resultado estuvo listo en 8 horas (un tiempo récord en esta época, ya que normalmente son 26 horas en promedio). Recibí una llamada del laboratorio informándome que era COVID-19 positivo. A los pocos minutos recibí una llamada de “santé et sécurité au travail” informándome que debía aislarme por 14 días, evitar salir al exterior, y que me comunicara con la línea de atención si mis síntomas empeoraban. Todo pasó muy rápido. Lo cierto es que ahí estaba yo, sentada en mi sofá, con dolor de cabeza y sin poder oler ni saborear nada.
Esa noche no pude dormir mucho. Soñé con escenarios en donde no podía respirar. Al día siguiente me comuniqué con unas pocas personas. Hay tanta influencia mediática sobre el COVID-19 que decidí hacerlo algo privado, dejar la paranoia y vivir mi propia experiencia. De todas formas, yo misma había estado presente dando de alta a pacientes positivos con síntomas menores, y las investigaciones han mostrado procesos favorables en personas jóvenes sin enfermedades de base. Los medios muestran mucha estadística del número de contagiados y de muertos, pero no hablan mucho del número de personas que le han ganado la batalla al virus.
Afortunadamente, conté con el apoyo de muchas personas, tanto cercanas como desde la distancia, personas a las que sí debería llamárseles “ángeles” por sus actos generosos en momentos de vulnerabilidad. Varios amigos me trajeron productos y una que otra sorpresa para subir la moral, de esos detalles que no se olvidan nunca. En varias ocasiones observé que me miraban extrañados a unos metros de distancia, un par de veces con lágrimas en los ojos porque “Isa, tú nunca te enfermas”. Pero la realidad es que no fue nada terrible. Nunca dejé de sentirme acompañada. Nunca tuve fiebre. Me dolía el cuerpo, las articulaciones, la cabeza, y desarrollé una tos seca que a veces me despertaba en las noches. Tomé naranja con miel, calditos y mil pocillos de agua de panela con limón y jengibre mientras pensaba: “esto es una señal del universo para que me detuviera”. La realidad es que estaba muy cansada, y creo que muchos trabajadores esenciales se sentirán identificados con este sentimiento. Laboramos muchas horas, además bajo presión, con el pensamiento constante de no contaminarnos para así no contagiar a nuestros compañero ni a nuestras familias. Imagino el estrés de aquellos que viven con sus seres queridos, llegando a casa después de estar expuestos al virus…
[perfectpullquote align=»full» bordertop=»false» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]Ya pasaron mis 14 días de aislamiento. He dormido mucho, ya no me duelen las articulaciones y poco a poco comienzo a sentir olores y sabores nuevamente (yo diría que en un 60%). Mi nivel de energía también empieza a subir un poco.[/perfectpullquote]
Ya pasaron mis 14 días de aislamiento. He dormido mucho, ya no me duelen las articulaciones y poco a poco comienzo a sentir olores y sabores nuevamente (yo diría que en un 60%). Mi nivel de energía también empieza a subir un poco.
Estoy esperando para hacer el “swab” nuevamente, porque según el protocolo, debo tener dos resultados negativos antes de regresar al hospital. Me siento bien. Me siento agradecida por el descanso, por mis amigos, por mi familia en la distancia y también por mis colegas. Me siento agradecida de no haber necesitado un respirador y también con mi sistema inmune, que nunca me ha fallado.
Mi mensaje para quienes lean esto es el lema que se usa aquí en Quebec: “Ça va bien aller” (“todo va a ir bien”). Respetar el aislamiento es clave para evitar que el sistema de salud colapse. No utilizar los hospitales a menos que sea absolutamente necesario, para así permitir que quien esté verdaderamente enfermo pueda tener un lugar. Ser conscientes de que el personal de salud está pasando por un momento complejo. Lavarse las manos. Pensar en el otro. Y en casa: utilicemos este tiempo para reflexionar y para darle un empujoncito a ese sistema inmune, porque eventualmente todos nos expondremos al regresar a la normalidad. Comer frutas y legumbres, una que otra vitamina, hidratarse, hacer ejercicio en casa y sobre todo, liberar endorfinas, hacer cosas que nos hagan felices. La mentalidad es clave para manejar los síntomas hasta donde uno pueda.
Como dice un amigo sabio: “La vida nos está haciendo detener. No tienes adónde ir, por tanto solo te queda mirarte, solo te queda vivir contigo mismo y conocerte”.
Ya quiero regresar al trabajo. Puede que mi rol sea pequeño comparado con la magnitud de esta situación, pero aún hay mucho por hacer.
Solo es cuestión de tiempo.
* Para este artículo la autora contó con el apoyo editorial de David Arias.
** Publicado originalmente en Hispanophone.
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