Sin ser santo de mi devoción, Faulkner tiene frases divinas que justifican su puesto en el almanaque. Mi preferida: “al comienzo el novelista escribe poesía, descubre su dificultad y se pasa al cuento, el segundo género más difícil. Y al fracasar entonces, y sólo entonces, se resigna a escribir novelas”. Verdad grande como el 99%. Casi todos se desvirgan en el verso, casi siempre en el ridículo. Me incluyo. Guardo una libreta escolar con linduras a lo te quiero, te adoro y te compro un loro. Igual que muchos, ya sé. Como el acné y los gallos, como la rebelión hormonal, ese tipo de rimas son males de adolescencia. Orgullo mediante, unos descubren muy pronto que poeta se nace, mientras otros persisten en serlo hasta el fin de sus días. Y no hablo exclusivamente del primo Fulano, cuya musa se contenta con haberlo perdido. Abundan nombres ilustres entre los cabeciduros. Un ABC para incomodar: Arenas, novelas geniales, poemas desechables; Borges, cuentista extraordinario, poeta menorcito; Cervantes, hasta los cervantistas desdeñan sus endecasílabos. Él mismo lo reconoce: “Yo que siempre trabajo y me desvelo/ por parecer que tengo de poeta/ la gracia que no quiso darme el cielo”.
Algo impide que los grandes prosistas sean grandes poetas. La gracia negada, tal vez. La dificultad específica de combinar menos palabras en una medida fija, no sé. Acaso el impedimento esté más ligado a la personalidad y los arrestos que al don o la técnica. Porque en poesía es imprescindible tenerlos bien puestos. No hay tramas ni narradores donde esconderse. Apenas si hay hechos. De por sí, escribir es un acto de intrínseca vanidad (miren, admiren, hablar no me basta), pero un poemario es el mayor abandono en este oficio de arrogantes furtivos.
Eso, sin contar el aspecto performativo. En las soirées los poemas suelen recitarse, o más, declamarse. Este verano presencié a una poeta particularmente expresiva. Ojos muy abiertos, torsiones de cuello y un estribillo que no olvido, “con la roca en el sexo”, no tanto por el verso como por el gesto: el puño derecho lapidándole la entrepierna. Con fuerza, eh, me dolía de verla. Suena a broma y es asombro, turbación. Es la sospecha de no entender. Y me desordena, lector, me desordena el ánimo no entender un texto.
Por supuesto, siempre me quedaría el consuelo del sentimiento si no fuera porque la mayor parte del tiempo tampoco siento gran cosa. Cuartetas van, sonetos vienen y rara vez muevo una ceja. Será que además de zonzo soy insensible, o será cuestión de expectativas. De la prosa espero información, entretenimiento y humanidad; de la poesía, revelación, belleza y misterios. Mi consuelo es la compañía pues se trata de un tópico bastante compartido: el novelista, al crear un mundo, es un demiurgo, un endiosado; el poeta, al alumbrar el mundo, es un medio, un instrumento de la divinidad. Y a la divinidad le pedimos milagros, no caramelitos de menta.
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Además de cuán difícil resulta escribirla, otro problema de la poesía es la imposibilidad de comentarla sin agrandarse al absurdo. Monterroso, la M en ese abecedario de no-poetas, lo ilustra como nadie en su novela Lo demás es silencio. Propone un seudo-soneto simplón, “El burro de San Blas”, y luego un densísimo “Análisis de la composición” donde perora en círculos sobre métrica, recursos, naturaleza, antecedentes y autoría. La pulla es brutal, aunque no se dirige a los creadores, ni siquiera a los críticos, sino al empeño de explicar catorce líneas, que no necesitan explicación, en catorce páginas que nada aportan a su lectura. Lanzo la piedra sin estar libre de pecado, no lo niego. Yo también he medido y analizado versos ―perdonadme, místicos de la Contrarreforma― aunque me justifique haberlo hecho por obligación académica. Hoy por hoy, tras décadas de intenso estudio, he conseguido reducir mis informes a tres etiquetas: hay poemas que 1) me gustan, 2) no me gustan y 3) me gustan tanto que los memorizo sin querer.
Para rematar, caldo y tres tazas. Vivo rodeado de poetas: amigos, conocidos, familiares, colegas, vecinos. Magníficos, en particular cuando me pagan un trago y elogian mis esfuerzos. Huelga decir que los escucho con atención, pero los esquivo con pretextos cuando me piden revisar o reseñar sus textos. No lo hago porque tema perder el saludo, no. Son gente lista. Saben que el primer enemigo de un libro es el silencio, la indiferencia, no una opinión negativa. Si elijo no hablar de poesía es por mis prejuicios. Porque le tengo un respeto cercano al miedo.
Claro, quienes no me conocen bien presuponen lo contrario y me envían poemarios como Del azar y otras nimiedades (Mapalé, 2018), de Alberto Quero, que engaveté unos meses y antier abrí. Tras lo anterior, si le interesan comentarios entendidos, paciente lector, puede encontrar varios en línea. Fiel a mis limitaciones, yo sólo digo que me ha gustado. “Alguna vez, Señor, escribiste otra versión de mí”. Así comienza.