Raro es el día en que mis amigos profesan opiniones opuestas. Como la mayoría es imaginaria, no tienen otro remedio que copiar las mías. Les gustan la cerveza y los juegos de estrategia. Prefieren cualquier cosa de Jorge Ibargüengoitia a los novelones de Carlos Fuentes. Sospechan que vivir es sufrir, pero les repugna el hedonismo y son harto perezosos para comprometerse en una causa. Constituyen, en esencia, un bloque homogéneo de tesis sin antítesis, un tótem, una síntesis de conformidades.
Pero no sólo de onanismo intelectual vive el hombre. Los domingos salgo de mi círculo y encuentro discusiones reales. Gente que debate con respeto desde los extremos. En serio, todavía quedan. No hace tanto presencié semejante milagro, dos conocidas comentando La voz de los susurros (Editorial Mapalé, 2016), de Angelina Peraza. Una declaraba que no había conseguido pasar de la primera página. Otra se refería a la autora como la próxima Isabel Allende. Me intrigó el asunto y la editora tuvo a bien obsequiarme un ejemplar. Al examinarlo comprendí ambos argumentos. Comienzo por las malas noticias: la novela tiene dos problemas que, en efecto, se advierten desde la primera página. Uno está en la prosa.
La voz de los susurros es una ópera prima con los vicios estilísticos de tantas primerizas. ¿Cuáles? Abuso de adjetivos, por enfocar uno. Ilustro con un fragmento: “mi tez está tan pálida que se ve azulada, y una sombra color violeta bordea mis ojos tristones. El crudo invierno de este año transformó mis suaves líneas de expresión en marcadas arrugas, y dibujó en mi frente un gesto perenne de ceño fruncido”. Nueve adjetivos en dos oraciones que califican cada sustantivo, casi. Muchos adjetivos no describen. Sobrescriben y entorpecen el ritmo. Como dicen que dijo Andrés Neuman, los verbos vuelan, los sustantivos corren, los adjetivos pesan. Menos lastre, colega, menos adjetivos. Asimismo podrían pulirse la sintaxis y la puntuación. Vamos, que eché en falta una buena corrección de estilo. El segundo inconveniente es visual.
[perfectpullquote align=»left» bordertop=»false» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]»Es innegable que La voz de los susurros tiene sus virtudes. Crea y mantiene una tensión inusual casi de principio a fin. Pasa la prueba del qué me importa».[/perfectpullquote]
Maquetar un libro es tarea ingrata. Bien hecha, nadie la nota. El espaciado es regular; no hay huérfanas ni viudas (líneas aisladas al principio y final de una página); no se repiten palabras o divisiones al final de dos y tres renglones consecutivos; el texto asemeja un bloque uniforme, se lee fácil, y pocos conciben que detrás de esa facilidad yace un trabajo brutal de composición y maquetación. Ahora bien, al menor desliz el lector más bisoño ve que algo no funciona, algo escinde la mancha tipográfica. En este caso es la sangría y el espaciado.
Abra cualquier novela y verá que la sangría ronda un cuadratín (unidad de medida que equivale, más o menos, al cuadrante que ocupa un eme mayúscula [M], de ahí el nombre en inglés, em square). En este libro rebasa dos cuadratines. Excesiva, a mi juicio. Y no es cuestión de normas ni de criticar por destripar. Cuando se sangra demasiado se compromete la legibilidad; el ojo pierde el punto de anclaje habitual, recorre mayor espacio en blanco. Entiendo que se trata de una decisión editorial de Mapalé porque otros libros suyos siguen tales medidas. Yo las invitaría a reconsiderarla, a buscar otra seña de identidad tipográfica. Máxime cuando el espaciado es tan irregular que la vista ya salta de ordinario. Detalles, dirán. Sí, detalles que marcan una gran diferencia en la lectura y que pueden alienar lectores desde la primera página.
Problemas no obstante, es innegable que La voz de los susurros tiene sus virtudes. Crea y mantiene una tensión inusual casi de principio a fin. Pasa la prueba del qué me importa. Leo y, contra todo pronóstico, me importa la historia de Sofía Santo, protagonista-narradora y álter ego de la autora. Leo y comparto su viaje de miedos y dolores, tal vez porque todos tenemos nuestros muertos, tal vez porque Sofía parece de carne y hueso. Alguien real, sin ser realista, verdadera, sin ser verídica.
En relación, otro punto de contacto con Allende sería un “realismo mágico” etiquetado con nombre y apellido a partir de la octava página. No estoy seguro de que lo sea, aunque mis teorías sobran. Digamos que la magia se manifiesta en un plano espiritual con una galería de presencias místicas encabezada por “¡la milenaria Muerte!”. También comparecen [la] Vida, “ángel mujer de la Nueva Era” (nótese la resolución del enigma que inquietó a los bizantinos), y el Tiempo, quien “se parece a Antonio Banderas, mayor pero irresistiblemente bello”. Frente a estas imágenes, ¿qué puedo agregar? Quizás esa Muerte adjetivada entre signos de exclamación cifre el espíritu de la novela. Quizás el hijo predilecto de Málaga interprete al Tiempo en una década o dos. Quizás sea literatura de la Nueva Era. No sé. Sonará feo, igual lo digo: es la clase de libro que la mamá de François leería con muchísimo gusto. Mis amigos, no tanto.