Me gustan las antologías, ese artefacto grupal tan común en nuestros lares. Apenas surge una casa editora, una comunidad de autores o una peña literaria, el primer proyecto suele ser una compilación de cuentos y yo suelo ser el primero en comprarla. Mi esposa dice que tengo una veta masoquista. Tal vez sea cierto, aunque prefiero pensar que tengo una vena solidaria. Hay que tener un poco de ambas para someter cartera y cabeza a la compralectura frecuente de antologías. Por poner los precios en contexto, soy el feliz propietario de la edición en rústica de 1Q84, de Haruki Murakami. Mil ciento cincuenta y siete páginas celebradas por medio mundo y compradas en Chapters por $24 CAN. Con igual felicidad poseo la edición bastante rústica de Canadografía (Montecristo Cartonero, 2017), compilada y prologada por Jorge Etcheverry. Cien páginas justas que adquirí en Las Américas por, usted lo adivinó, $24 CAN. Las coloco lado a lado, un ladrillo junto a un platillo, y me pregunto qué alquimia minorista hará que cuesten lo mismo.
Pero las comparaciones son odiosas y, como dijo Machado, sólo un necio confunde valor y precio. No lamento las cervezas que omití por comprar Canadografía. A veces toca elegir entre el bien y el bar.
Aclaro antes: lo de rústica no es broma. La antología se publicó primero como ebook y sospecho que alguien traspapeló rasgos digitales. Eso, o retaron al diagramador a empotrar veintiún cuentos en un centenar de páginas. Challenge accepted. El resultado es una letra harto pequeña para la escasa separación entre líneas, un margen interior resuelto a complicarme el astigmatismo, una división silábica que “diversif-ica” la regla y una desdichada interposición de biografías entre títulos y textos. No sé usted, yo quiero leer la obra y después, si me interesa, enterarme de la vida y milagros del autor. Nota al editor: ponga las biografías al final, o al menos en una página aparte, como aparecen en el ebook. Hacer lo contrario es predisponer interpretaciones.
[perfectpullquote align=»left» bordertop=»false» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]Canadografía reúne a veintiún autores con diversos grados de oficio. La portada, una pintura de Estefanía Sánchez hábilmente complementada por la tipografía, es preciosa.[/perfectpullquote]
Y ganas me faltan de listar todas las erratas. Mencionaré dos, por ilustrar. Hay un cuento muy erudito protagonizado por el compositor austriaco Alban Berg, alumno de Arnold “Shoenberg” (sic), quien por misterioso motivo pierde la erre en un párrafo, transformándose en “Alban Beg”. I beg you, apreciado lector, paciencia con esas minucias. Hasta el mejor escribano echa un borrón, o diecisiete.
Terminada esta abogacía del diablo, paso a los elogios. Canadografía ejemplifica el refrán de no juzgar un libro por la portada. Es preciosa, una pintura de Estefanía Sánchez hábilmente complementada por la tipografía. Luego viene un prólogo tan informativo como lúcido. Eso sí, resista la inercia de abrir y leer. Respete su propia opinión y déjelo para cuando termine el libro. Los prólogos editoriales se leen de último.
De los cuentos no hablaré mucho. Dos muy buenos, uno muy divertido, tres buenos y cinco regulares. Son veintiún autores con diversos grados de oficio. Ah, y uno excelente, si bien incluyo factores emocionales en la evaluación. Explico:
Estuve en la presentación de Canadografía (ya le dije, masoca solidario). Me tocó sentarme entre dos autores y sus atributos: el cerquillo cubano de Jocy Medina, cuya escritura, nos informa su biografía, “tiene un tono erótico-poético”, y la silueta chilena de Jorge Cancino, “poeta, escritor, cineasta”. Como se ha vuelto mala costumbre en los eventos literarios, hubo música en vivo. Sonó la guitarra de Cristián Rosemary, “autor de unas 250 canciones”, mientras yo charlaba a murmullos con Medina y espiaba por el rabillo a Cancino.
Jorge Cancino es un señor muy viejo con unas cejas muy grandes que, visto de perfil, recuerda un buitre mohíno. Emana un je ne sais quoi —tristeza digna quizás. Cuando le llegó el turno, se levantó y fue a leer su cuento, “Otros tiempos”. No contaré de qué va porque va de todo y de nada. Es un texto de saudade y morriña, un tango de tiempos viejos, nostalgia de barra antigua, de amigos muertos. Con la voz medio quebrada los resucitaba y yo, que soy un cínico de ojos resecos, me puse a llorar. Exagero, se me aguó la vista, que no es poco. Aplaudí de veras cuando terminó, aplausos de esos que dejan las palmas calientes. Regresó a mi izquierda y pensé hablarle, felicitarlo. Hubiera sido estropear el momento y momentos así me recuerdan por qué me gustan las antologías.