Por Rafael Villasanjuan
Publicado bajo licencia Creative Commons en openDemocracy
Lo que voy a contar puede herir sensibilidades. Es más, espero que las hiera.
Es muy probable que las mujeres, algunas seguramente menores, que practicaron sexo con trabajadores de Oxfam en Haití, lo hicieran para obtener medios que, de otra manera, les serían imposibles de alcanzar.
Aceptaron encerrarse en bacanales para conseguir algún dinero con el que procurar comida a sus casas, medicamentos o tal vez porque acceder a esas residencias significaba salir del infierno en un país devastado por un terremoto y otras muchas guerras. Desesperadas, es muy probable también que ninguna de ellas fuera prostituta profesional, sino simplemente nuevas víctimas de la circunstancia catastrófica.
Lo que es seguro es que los hombres que las prostituyeron, sabían todo eso y no tuvieron escrúpulo en utilizar su poder para traerlas a una realidad obscena y miserable, como si no las estuvieran llevando de un infierno a otro infierno.
Nada nuevo
Todos los que hemos trabajado en contextos de vulnerabilidad extrema, incluyendo zonas de conflicto armado, sabemos que, en manos perversas, la ayuda acaba derivando en abuso de poder, y que el abuso sexual no solo es el más antiguo de los abusos de poder, sino que seguramente es también el más extendido.
Cuidado, no estoy diciendo que lugares de conflicto infinito, como Somalia o la República Democrática de Congo, sean inmensos prostíbulos donde se pueda ir ofreciendo dinero a cambio de sexo por las esquinas. No; hay mucha más dignidad que todo eso.
Lo que me gustaría explicarles es que, allá donde la situación humana es más crítica, las mujeres, -y las muchachas menores aun más-, son extremadamente vulnerables al abuso, entre otras cosas porque en la mayoría de los casos es la principal (si no única) alternativa a una vida devastada por la destrucción, la violencia o la pobreza extrema.
En cada uno de estos contextos, la prostitución no es un verbo reflexivo: no son mujeres que se prostituyen, sino hombres que abusan, aunque el dinero pueda engañar, sirviendo como coartada para alegar que existe consentimiento. Quien no entienda esta ecuación tan sencilla, una de dos: o está moral y legalmente incapacitado para trabajar en una organización humanitaria, o se trata de una persona perversa, carente de escrúpulos.
Lo malo es que esto no es nada nuevo. Las organizaciones de ayuda y, sobre todo, las que llevan años enfangadas en contextos de miseria extrema y devastación, lo saben bien. Oxfam, Save the Children, Médecins Sans Frontières y tantas otras que, aunque menos globales, caen en la misma categoría porque todas han tenido que lidiar, en sus organizaciones, con abusos de poder en sentido amplio, y con frecuencia con prácticas sexuales abusivas con la población vulnerable a la que en teoría se ha ido a ayudar y a proteger de una situación de exclusión extrema.
De hecho, hace más de 15 años, un estudio de Save The Children y ACNUR sobre la vulnerabilidad de los refugiados y el comportamiento de algunos trabajadores humanitarios en Guinea, Liberia y Sierra Leona puso en alerta a toda la comunidad de ayuda internacional. El abuso sexual y la explotación de menores, no era un fenómeno generalizado pero, a pesar de la buena voluntad de muchos, ocurría también entre las organizaciones de ayuda humanitaria.
Entre los miles de refugiados de aquel conflicto en el Oeste de África un testimonio explicaba, en mal inglés, cómo “los grandes hombres aman a las niñas, las llaman cuando van caminando por la carretera. Ellas se meten en sus casas y cierran la puerta. Cuando los hombres grandes han acabado su trabajo las niñas salen con dinero o algún regalo”.
A los que dirigíamos en aquella época organizaciones de ayuda, testimonios hirientes como este nos pusieron frente a un dilema, que hasta entonces no se había planteado, al menos con tanta fuerza, seguramente porque vivíamos en el idealismo de pensar que, por el hecho de ser organizaciones que trabajan para reducir la vulnerabilidad y devolver la dignidad a las personas, su personal estaba exento de prácticas siniestras. ¡Qué ingenuidad!
Reconocimos la evidencia, empezamos a perfeccionar códigos de conducta y a revisar protocolos para evitar que comportamientos así pudieran pasar desapercibidos. Y nos pusimos a revisarnos unos a otros, para averiguar si las barreras construidas les parecían suficientes a todos.
Pero el riesgo cero no existe, y todos sabíamos que nada de eso sería suficiente si al mismo tiempo no tomábamos medidas contundentes, en el momento mismo en que se conocieran casos de abusos.
Ahí está el asunto clave al que, como gestores, nos enfrentamos, una vez puestos en marcha todos los mecanismos posibles para detectar comportamientos inaceptables, y que se resume en nuestra capacidad de dar respuesta a tres preguntas básicas.
Y esas tres preguntas son: ¿cuándo tuviste conocimiento del caso? ¿cómo actuaste? y ¿qué hiciste para evitar que volviera a suceder?
Tres errores
Es lógico que ahora el índice acusador apunte a Oxfam, y que su sombra planee sobre el resto de organizaciones. No podemos evitar todas las conductas depravadas. Pero, desde la distancia, creo que se cometieron al menos tres errores.
El primero fue ocultar la evidencia una vez conocida internamente, y no tomar medidas más drásticas, aunque salieran a la luz o significaran el final de la carrera humanitaria de sus autores. No tengo la menor duda que las organizaciones van a aprender de los errores cometidos y que el grado de tolerancia va a reducirse hasta extremos en los que se pueda considerar que se traspasa la frontera entre la vida profesional y la vida privada. Pero aún si eso fuera así, es mejor pecar por exceso que no por defecto.
Las organizaciones no pueden controlar la vida privada de sus expatriados, pero sí pueden poner en marcha mecanismos para controlar conductas inaceptables. Frente a estas conductas, el error es silenciarlas, pensando que está en juego la legitimidad de la propia organización, cuando lo que de verdad está en juego es la indefensión de las víctimas a las que precisamente se ha ido a ayudar.
El segundo error, un error igual de grave, sería que la sociedad, desde donantes a voluntarios y seguidores acusasen a toda la organización por la conducta depravada de unos cuantos de sus trabajadores –afortunadamente una minoría- y por los errores cometidos a la hora de tomar la decisión de cómo actuar.
Es importante no olvidar que Oxfam, como tantas otras organizaciones de ayuda sobre las que ahora recae la sospecha, se encargan sobre el terreno de millones de personas víctimas de la negligencia y del descuido voluntario: desde los excluidos en los (lejanos) países más pobres, hasta los refugiados (próximos) que rechazamos e las fronteras de Europa, y que nuestros gobiernos expulsan, devolviéndolos por ejemplo a las playas de Libia, para dejarlos en manos de mafias donde, ahí sí, el abuso, las violaciones o la esclavitud se practican con toda impunidad de manera sistemática, precisamente porque las organizaciones de ayuda no tienen la posibilidad de intervenir, ni que sea como testigos incómodos
El tercer gran error sería hacer caso a las voces que, en Gran Bretaña y en otros lugares, reclaman a los gobiernos que recorten la cooperación internacional. Desde fuera, miramos con envidia la política que ha llevado a cabo Gran Bretaña, aún con gobiernos conservadores, al considerar la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) como una prioridad pública de gobierno hasta alcanzar la cifra del 0,7%.
Que los sucesivos gobiernos hayan conseguido imponerse a las voces que, desde discursos populistas, consideran que esta ayuda impide la respuesta social a las prioridades del país, no ha resultado eficaz para devolver el discurso a la realidad, rompiendo el dilema de “o lo uno, o lo otro”, sino que ha proyectado a Gran Bretaña hacia el mundo como no lo ha conseguido ninguna otra acción exterior.
La ayuda humanitaria y el sexo son incompatibles y habrá que esclarecer todos y cada uno de los casos que se vayan conociendo, y reforzar los protocolos para impedir su repetición.
Por fortuna los tiempos han cambiado, y ya es posible de enfrentarse a la opacidad con que estos abusos intolerables han sido tratados también en el sector humanitario.
Rafael Vilasanjuan es un periodista español, director de Análisis y Desarrollo Global del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal) desde marzo de 2011. Fue Secretario General de Médicos Sin Fronteras (MSF) entre 1999 y 2005. Desde 2016, Vilasanjuán es miembro del Consejo Asesor Internacional de DemocraciaAbierta.