La mayoría de los mexicanos que conozco se ha alegrado inmensamente por el triunfo que el cineasta Guillermo del Toro ha conseguido en los más importantes festivales y escenarios del cine internacional con su más reciente película, La forma del agua, que filmó en locaciones de Toronto y Hamilton. Para los mexicanos que vivimos en Canadá, el éxito de esta película es motivo de doble orgullo no solo porque sabemos lo que cuesta abrirse camino en estas latitudes sino porque, en este momento, cuando desde la oficina de la presidencia de Estados Unidos se lleva a cabo una campaña generalizada de odio y racismo en nuestra contra, es muy alentador ver a un compatriota arrasar con todos los premios posibles a su talento como director y ganarse los aplausos de sus colegas en “la meca” del cine comercial.
Trece nominaciones al Oscar nos saben a miel y gloria, a “¡tómala, pinche Trump!” y a “¡Viva México, cabrones!” Esperamos con ansia nuestra tercia de reyes y que del Toro sea el siguiente, tras Cuarón e Iñárritu, en mostrarle al mundo—y en especial, a los republicanos racistas—de qué lado masca la iguana. Pa’ que vean, y nomás faltaba, ¡pos estos! ¿O no?
Pero independientemente del orgullo que causa viajar con el mismo pasaporte, los reconocimientos que está recibiendo Guillermo del Toro son motivo de alegría en muchos otros sentidos y para muchas otras personas. Del Toro es un creador que les ha hecho un valiente close-up a sus obsesiones y demonios internos. Haber sido víctima de bullying al crecer, el fanatismo religioso de su abuela (que lo exorcizó dos veces cuando era pequeño y le imponía penitencias físicas para limpiarlo del pecado original) y el haber crecido en una casa estilo porfiriano en México, en la que el contacto con insectos era una constante, no solo han inspirado las escenas más aterradoras de sus películas sino que lo convirtieron en un hombre en extremo sensible, consciente de la hermosura y la nobleza ocultas tras la fealdad, y de la crueldad que esconde toda belleza.
La colección de monstruos suyos exhibida hasta hace semanas en la Galería de Arte de Ontario es testamento de cómo las obsesiones de este genio del cine están arraigadas a sensaciones y temores profundamente humanos. Cómo no admirarlo y empatizar con él si tenemos esos mismos miedos y nos ha acosado la misma gente bella y malvada. Cómo no quererlo con el alma si es el mejor embajador de los discriminados e incomprendidos, y su enorme corazón se muestra abierto y vulnerable en cada toma de La forma del agua, una historia de amor entrañable que es, a mi juicio, su mejor película hasta la fecha.
Para quienes, entre otros motivos, vivimos fuera de México por temor a la inseguridad, Guillermo del Toro es un compañero de penas. Él mismo se vio obligado a irse tras el secuestro de su padre a finales de la década de los 90. Cuando uno lee las entrevistas con Guillermo del Toro y él habla de México con nostalgia, de cómo en su juventud no imaginó que su vida transcurriría en otra parte, este dolor compartido, esta añoranza, cobra un nuevo peso.
Porque como él, que también habla con rabia sobre la situación tan grave que atraviesa el país, sabemos que el México de hoy no tiene nada que ver con el que extrañamos, y que este orgullo que nos da el triunfo de uno de los nuestros en el extranjero tiene su lado doloroso en el hecho de que tuvo que marcharse para vivir tranquilo, y que fue necesario que cosechara un gran éxito en el extranjero para que en México se reconociera a plenitud su enorme talento. La historia de siempre, pues, pero a lo bestia porque no cualquiera llega tan alto y nos comparte el boleto para acompañarlo en el camino hacia la estratósfera de la felicidad.
Este es año de elecciones presidenciales en México, y los memes que circulan tienen razón: estas votaciones parecen obligarnos a elegir entre la malaria, el chikungunya y el zika (o, como digo yo, entre la lepra, la peste bubónica y el carbunco, carajo). En medio de la rebatinga por el poder, los presupuestos a la cultura se reducen cada vez más, y el cine mexicano sufre, como ha sufrido siempre, por falta de apoyo, de salas para exhibirse, de una visión que permita fomentar a los grandes talentos que están allá y a los que casi nadie les hace caso.
Esto no solo es un problema del cine, por supuesto. Las artes en general, la cultura, la educación, son los supuestos “artículos de lujo” que el régimen siempre está dispuesto a sacrificar primero, sin darse cuenta de lo fundamentales que son no solo para la buena salud del país y su progreso, sino para el fortalecimiento de nuestra identidad a nivel nacional e internacional.
[perfectpullquote align=»left» bordertop=»false» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»] «Ojalá el triunfo de Del Toro anime a llevar la plática, tras los Oscars, a la tribuna del urgente apoyo a la cultura y las artes en México, más allá de compadrazgos y modas». [/perfectpullquote]
Cuando Guillermo del Toro contesta a una pregunta con la frase “porque soy mexicano”, nos reímos y nos hinchamos de orgullo. ¿Por qué? Porque sentimos su éxito como un poquito nuestro. Es verdad que eso de “porque soy mexicano” es un arma de doble filo, porque también es la excusa que usamos para hacer las cosas a medias o mal, o violentar alguna regla.
Pero en este caso, en medio del caos que es el país, alguien como Del Toro nos da un empujón hacia la excelencia, al reconocimiento, y nos inspira a hacer mejor las cosas. ¿Qué político es capaz de lograr esto? Ninguno. Solo el arte y sus creadores son capaces de tal magia. Lo que me llena de tristeza y de rabia es ver que, una vez más, la élite política mexicana se ufana de “felicitar a Del Toro” mientras no mueven un dedo para apoyar a la cultura en el país.
Dan nombramientos por amiguismo, retiran fondeos, recortan presupuestos, pero eso sí, están puestísimos para la foto con la estrella internacional del momento. Como si hubieran tenido algo que ver en su éxito, en vez de haber contribuido a la carrera de obstáculos y resistencia al hambre y la adversidad en que se ha convertido querer ser artista en México.
Ojalá el triunfo de Del Toro anime a llevar la plática, tras los Oscars, a la tribuna del urgente apoyo a la cultura y las artes en México, más allá de compadrazgos y modas. Porque somos mexicanos y, en medio de tantos problemas y retos, podemos y debemos sacar la casta. Porque talento hay, y mucho.
Y porque, de no hacerse algo, pronto todo lo que hable de nosotros lo hará en inglés, y desde afuera de nuestras fronteras, pues en México quedarán solo los que tengan palancas (o “enchufes”) y los no hayan conseguido irse. Y no me puedo imaginar un panorama más triste y desolador que ese. Un panorama que, sinceramente, no merecemos. No cuando hemos sido capaces de engendrar, entre muchos otros gigantes, a un maravilloso monstruo como el gran Guillermo del Toro.