Por Gregory Leffel
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El pasado mes de junio fallecieron dos de los más fascinantes y polémicos sacerdotes católicos de nuestra generación: François Houtart y Miguel D’Escoto Brockmann.
Houtart era un sacerdote jesuita y prolífico erudito de la Facultad de Sociología de la Universidad de Lovaina en Bélgica. Ejerció liderazgo en el diálogo entre marxismo y cristianismo, investigó sobre el papel de la religión en la sociedad desde Sri Lanka hasta Nicaragua, dedicó esfuerzos a conectar los movimientos sociales del Sur global a través del Centro Tricontinental (CETRI) que fundó en 1976, y escribió cerca de 50 libros académicos.
En el plano teológico, ayudó en la redacción de la Constitución Pastoral de la iglesia en el Mundo Moderno (Gaudium et Spes, o «Alegría y esperanza»), uno de los documentos de referencia del emblemático Concilio Vaticano II. Para muchos en todo el mundo, Houtart fue un héroe, pero desde luego no un santo. En 2010, él mismo dio al traste a la campaña para su nominación para el Premio Nobel de la paz al admitir haber abusado sexualmente de un niño de 8 años de edad en 1970.
Pero quizás se le recuerda más por su trabajo pionero de análisis de la globalización económica y de resistencia ante ella. En 1996, frente a la influencia generalizada del Foro Económico Mundial, propuso la creación de «Otro Davos» para contrarrestar el poder creciente del neoliberalismo económico.
Cinco años más tarde, sobre la base de las iniciativa de Houtart, un grupo entre los que destacaba Chico Whitaker, activista católico laico y Secretario de la Comisión de Justicia y Paz de la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil, llevaban a cabo el lanzamiento del Foro Social Mundial (FSM) en Porto Alegre como punto de reunión anual para altermundialistas en pos de solidaridad bajo el lema «Otro mundo es posible». Houtart fue miembro de su Consejo Internacional.
Miguel D’Escoto, sacerdote y misionero Maryknoll en su Nicaragua nativa tras educarse y ser ordenado en los Estados Unidos, teólogo de la Liberación, se incorporó al movimiento Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en la lucha por derrocar al régimen dictatorial de Somoza dictatorial y la resistencia a la posterior “contra” liderada por Estados Unidos. Fue Ministro de Asuntos Exteriores del gobierno Sandinista entre 1979 y 1990. En 2008, fue elegido Presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Aunque el Vaticano no le repudió nunca completamente por su actividad política, se le apartó durante décadas y no recobró sus funciones pastorales hasta el año 2014, por decisión del Papa Francisco.
Houtart y D’Escoto fueron dos hombres de su tiempo. En su generación, la liberación estaba en el aire gracias a los movimientos nacionales contra el colonialismo, las revoluciones y el activismo de la nueva izquierda en todo el mundo. Tras la “apertura al mundo” del Concilio Vaticano II y el subsiguiente compromiso de la Iglesia con la modernidad, los sacerdotes católicos, misioneros y líderes laicos pasaron a tener libertad para ejercer nuevas formas de ministerio.
Tal activismo religioso no era totalmente nuevo. El arzobispo brasileño Hélder Câmara, el «obispo de las favelas», ya había dado un enfoque radical a su ministerio con los pobres una década antes del Vaticano II. Y los antecedentes de lo que vendría a llamarse Teología de la Liberación llevaban años construyendose en círculos católicos y protestantes. Pero la reunión de los obispos católicos en la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) de 1968 en Medellín, Colombia, marcó un punto de inflexión en la realineación de la Iglesia lejos de las elites sociales tradicionales. La Teología de la Liberación quedó liberada para dedicarse a su «opción preferencial por los pobres».
El movimiento se extendió con fuerza a través de América Latina — y, con la ayuda de Houtart y de otros, también en Asia y África. Pero América Latina fue sin duda su epicentro: se alineó con otros grupos de la sociedad civil en oposición a las dictaduras militares de derecha. Entre los liberacionistas más conocidos de esta generación destacan los teólogos católicos Gustavo Gutiérrez (tiene hoy 89 años), Leonardo Boff (78) y Jon Sobrino (78) y el metodista José Míguez Bonino (fallecido en 2012). Muchas de sus ideas las desarrollaron en asociación con el activista cristiano brasileño Paulo Freire (fallecido en 1997), promotor de la educación popular y autor de la aclamada Pedagogía del oprimido.
También formaba parte de este grupo el paraguayo Fernando Lugo (hoy todavía joven con 66 años), que fue ordenado sacerdote misionero de la Sociedad del Verbo Divino y regresó a su país para convertirse en obispo de San Pedro, conocido como el «amigo de los pobres». En 2008 fue elegido Presidente de Paraguay, pero fue apartado del cargo en 2012 tras lo que en los países vecinos se calificó de “golpe de estado constitucional”.
¿Por qué alcanzó la fama esta generación en América Latina? Existen numerosas razones para ello. Para empezar, en el período de postguerra tras la Segunda Guerra Mundial, algunos – como Houtart en Bélgica – se radicalizaron por la difícil situación en la que se encontraba la clase obrera Europea y aceptaron el desafío que representaba su falta de religiosidad para intentar encontrar nuevas formas de articulación e identificación con los pobres. Esta experiencia se trasladó a América Latina casi por accidente, por la simple razón de que en Europa había saturación de sacerdotes y en América Latina había carencia de ellos. A sabiendas o no, América Latina importó un número considerable de sacerdotes radicalizados. Por su parte, muchos sacerdotes latinoamericanos estudiaron en Europa y adquirieron también un pensamiento radical. Estas influencias se dejaron notar luego en las sociedades latinoamericanas, dominadas por la fe católica.
Pero las razones principales fueron dos: primero, la miseria abyecta de la mayoría de la población en América Latina, que incluso el Vaticano no podía pasar por alto; en segundo lugar, el ascenso de regímenes militares opresores y el estallido de encarnizadas revoluciones políticas en Brasil, Argentina, Chile, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. La liberación de los pobres, los marginados y los pueblos indígenas era tan palpable como necesaria. A partir de la década de 1960 y hasta la de 1980, la lucha por la liberación fue muy real.
Esos días han pasado a la historia. La democracia ha regresado a gran parte de América Latina, así como una forma más pragmática de democracia social, y la Teología de la Liberación ha perdido su razón de ser revolucionaria. En su honesto y franco post mortem del movimiento, el teólogo belga-latinoamericano José Comblin (fallecido en 2011) admite que, en muchos sentidos, lo liberacionistas interpretaron mal la experiencia de vida de los pobres latinoamericanos. Se centraron en los campesinos y pasaron por alto la migración a las ciudades. Tampoco captaron el ánimo de la religiosidad popular de los campesinos, que indicaba una fuerte tendencia hacia las iglesias evangélicas y pentecostales. Y no percibieron el deseo de los pobres de convertirse en consumidores. Como sentencia el dicho, «Los católicos optaron por los pobres, pero los pobres optaron por los mercados».
La Teología de la Liberación fue, pues, un momento. Fue una respuesta particular teológico-política ante un conjunto específico de circunstancias — la rebelión de una generación contra la miseria absoluta en los campos de batalla de una América Latina revolucionaria. Pero la fructífera teología de los liberacionistas perdura como desafío para cualquier tradición religiosa. Su análisis de las causas de la pobreza y cómo se estructura en los sistemas globales dominantes — compendiado recientemente por Houtart en su manifiesto de 2011: De los bienes comunes al ‘Bien Común de la humanidad’–, es un desafío dirigido a las iglesias para que abran los ojos al frío y duro análisis que se necesita para comprender el mundo cambiante que les rodea. Pero, ¿hay algo más que el resto del mundo puede aprender de los liberacionistas?
En occidente, los protestantes, los anglo-europeos del norte y los católicos ibéricos del sur han producido tradiciones sociopolíticas muy diferentes, aunque tienen en común una historia de colonos blancos esclavistas, de supresión de los pueblos indígenas y de explotación capitalista. Si en el sur hay tendencia a la socialdemocracia y a la lucha contra las poderosas elites conservadoras, en el norte hay tendencia al liberalismo, al capitalismo de laissez faire y al individualismo. Del modo en que fue acuñada en América Latina, la Teología de la Liberación no podría triunfar nunca en el norte.
Sin embargo, se puede aprender mucho de ella. Lo primero, su conciencia – su voluntad de darle la vuelta al guión y pasar de atender a las elites a privilegiar a los pobres. La Teología de la Liberación nunca versó solamente sobre teopolítica y revolución. Trataba también de superar la alienación que separa a los seres humanos unos de otros, que separa a la gente de la tierra, que separa las formas de vida occidentales de las pre-occidentales y las mentes enajenadas de trascendencia. Enseñó a la gente común a percibir la realidad de su propia circunstancia – “concienciarlos”, en términos liberacionistas -, a través de su propia reflexión, para que pudiese construir libremente una realidad social capaz de resistir el envite de los poderes.
En segundo lugar, podemos aprender de su metodología, sencilla pero profunda: «Ver, juzgar, actuar». Es decir, vivir en este mundo concreto. Describir la realidad como es, no simplemente como dice la teoría. Pero también juzgar la realidad desde la perspectiva de una humanidad reconciliada y actuar en consecuencia, para conseguir esa realidad. Los liberacionistas invirtieron muchísimo tiempo en analizar y esto les permite afirmar, con todo lujo de detalles, que el mundo que hemos creado está haciendo polvo a otros, y que debemos poner fin a esto, tanto para nuestra propia salvación como para el bienestar de los demás.
En tercer lugar, podemos aprender incluso de sus errores. Pasar por alto la religiosidad popular– porque a las elites intelectuales y religiosas no les interesa la vida cotidiana de los fieles, o porque los ciudadanos ricos se olvidan de la vida rural y se ríen de sus tradiciones, o porque las clases pujantes denigran a las que tienen dificultades y les culpan de sus penas– es dejar a grandes sectores de la sociedad sin los recursos materiales, intelectuales y espirituales necesarios para encontrar su camino en el mundo.
Por último, podemos aprender a tomar más en serio nuestras propias iglesias. Los liberacionistas creían en la comunidad espiritual y en el compañerismo vital y en las estructuras históricas de las iglesias para mantenerlos unidos más que cualquier movimiento religioso que yo haya visto. Creían en una «nueva manera de ser Iglesia«, confiados en que el poder social de la fe puede liberar sociedades tan fácilmente como puede oprimirlas.
Desde el fin del socialismo de corte soviético en 1989, lo que define la imaginación radical es la «altermundialización», en lugar de la “liberación”. Pero los problemas de pobreza y opresión siguen ahí – así como la posibilidad de echar mano otra vez a los recursos teo-políticos que aportaron una notable comunidad de sacerdotes radicales para inspirar a una nueva generación de teólogos y activistas alter-mundialistas.