Algo de claridad sobre la Ley de Claridad canadiense

Canadá es puesta frecuentemente como ejemplo por los nacionalismos independentistas europeos que aspiran a un estado propio. En el caso del secesionismo catalán en España, la apelación a la «Ley de la Claridad», que fue redactada para regular la aspiración secesionista de Quebec, se hace frecuentemente desde una interpretación sesgada e interesada. La «Clarity Act» se ha convertido, en realidad, en un dique de contención del independentismo francófono en Canadá.

El ‘parámetro canadiense’ es utilizado con frecuencia por el independentismo catalán para reivindicar su derecho a un referéndum por la independencia.

«La secesión es una decisión demasiado grave para ser tomada en la confusión». La afirmación es de Stéphane Dion, el exministro canadiense que en el año 2000 redactó la famosa «Ley de la Claridad» (Clarity Act) que consagraba el «parámetro canadiense» sobre el derecho a la independencia de la provincia de Quebec. La declaración del político liberal, de origen quebecois, explica como ninguna otra la naturaleza de aquel texto que sirvió para determinar las normas de juego en las que se tenía que desenvolver la aspiración de la provincia francófona. El tiempo ha demostrado que la claridad ha acabado con la ambigüedad y ha instalado el debate político sobre el derecho a la independencia lejos de maniqueísmos y de manipulaciones.

La experiencia canadiense es blandida por los nacionalismos catalán y vasco con cierta frecuencia para reforzar sus argumentos jurídicos y políticos, pero lo que no suele explicarse es que la «Ley de la Claridad» ofrece lecciones tanto a los gobiernos centrales o federales como a los mismos nacionalismos que aspiran a un estado propio. A los primeros les recomienda que afronten el problema con madurez democrática y responsabilidad. Reconocer el conflicto y tomar medidas valientes es el primer paso para alcanzar una solución. A los independentistas les dice que tienen que explicar sin subterfugios en qué consiste su proyecto político, cómo se va a realizar, cuánto va a costar, qué beneficios tendrá para sus ciudadanos y, fundamentalmente, que sacrificios exigirá y qué privilegios se perderán en el camino. En resumen: el gobierno central tiene que romper el tabú de la aceptación de la hipótesis secesionista y los nacionalistas tienen que poner precio a su objetivo.

El catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco Alberto Lopez Basaguren explicaba en la introducción al libro del político liberal canadiense Stéphane Dion, La política de la claridad, que «la experiencia canadiense muestra, sobre todo, las extraordinarias dificultades para poner en práctica pretensiones secesionistas». Pero fundamentalmente el caso canadiense es una lección práctica sobre cómo se tienen que gestionar los problemas en democracia; con una apelación irrenunciable al dialogo y al principio de respeto insoslayable a las aspiraciones de los ciudadanos si éstas se manifiestan por medios pacíficos. En sus interesantes textos políticos Dion recuerda en más de una ocasión cómo tuvo que enfrentarse a sus propios compañeros del Partido Liberal mientras tramitaba su proyecto de ley. Muchos creían un error la hipótesis de que el reconocimiento del problema acabaría con ese problema. Más bien consideraban que mejor era ignorar a los fantasmas de la secesión para que no se sintieran fortalecidos. Esa defensa inquebrantable del diálogo y de la claridad resultó ser el antídoto más eficaz contra el eterno problema de Quebec, principalmente porque situó el conflicto en unos términos meridianamente precisos para el ciudadano, desprovistos de la corrosiva pátina del discurso político.

El 20 de agosto de 1998 el Tribunal Supremo de Canadá respondió a una consulta realizada por el gobierno federal canadiense sobre el derecho de Quebec a una secesión unilateral. Ottawa quería acotar definitivamente el irresoluble conflicto entre la provincia francófona y el resto de la federación, de naturaleza anglófona, que yacía en el origen mismo de la nación. La Constitución de 1982 promovida por Trudeau había sido rechazada por los quebecois, dejando deshilachadas las costuras que cosían el federalismo canadiense y que era la única garantía de su viabilidad.

El Tribunal fue extremadamente clarificador: de acuerdo con el Derecho Internacional no existía ese derecho por parte de un territorio que no se encontrase en situación colonial. Pero con la misma contundencia sostenía que un Estado democrático no podía negar ese derecho si existía una voluntad cualitativamente mayoritaria y manifestada democráticamente mediante una consulta en la que hubiera una pregunta clara. El Tribunal Supremo aún añadía una cosa más que, desde mi punto de vista, es más relevante: unas hipotéticas negociaciones entre ambas partes no podían limitarse a trazar una hoja de ruta que condujera indefectiblemente a la independencia de Quebec; no había que confundir la voluntad negociadora con el asentimiento de la voluntad secesionista. El Tribunal apelaba, por lo tanto,  al ejercicio democrático del diálogo con respeto al derecho pero sin que las cartas estuvieran marcadas previamente. En los días posteriores a la declaración del TS de Canadá un medio canadiense resumió: “el Tribunal ha trazado un recorrido que permite la secesión pero que pone en evidencia la gravedad de tal decisión”.

El propio Dion, que fue ministro de Asuntos Exteriores en el primer gabinete de Justin Trudeau y ahora ejerce como Embajador de Canadá en Alemania y enviado especial en la Unión Europea desde el pasado mes de mayo, sostuvo en una recordada conferencia pronunciada en Banff pocas semanas después que la declaración «no levanta nuevos obstáculos a la independencia de Quebec, sino que revela los que una tentativa de secesión habría planteado indefectiblemente». Con ese mandato del Tribunal el gobierno federal canadiense decidió elaborar una Ley que debía de establecer unas nuevas normas de juego a partir de un presupuesto comúnmente reconocido: la Constitución canadiense y el derecho constitucional permiten la independencia de Quebec pero su gobierno no tiene capacidad para declararla unilateralmente; ésta sólo podrá ser negociada después de un referéndum en el que los ciudadanos quebecois se manifiesten claramente en contra de permanecer en Canadá. Para ello tendrán que responder a una pregunta clara que no admita ambigüedades –en el último referéndum de 1995 no se incluía la palabra «independencia» en la pregunta formulada-. Igualmente, y quizá más importante, “las negociaciones deberían tratar los intereses de las demás provincias, del gobierno federal, de Quebec y de los derechos de todos los canadienses en el interior y el exterior de Quebec”.

Además, como recordaba esta semana en el diario español El País, Adrian Schubert, profesor en el Departamento de Historia de la Universidad de York en Toronto, la ley incluye una cláusula que establece que en unas hipotéticas negociaciones debe contemplarse cualquier declaración o resolución formal de los representantes de los pueblos aborígenes de Canadá, en especial los de la provincia cuyo Gobierno haya propuesto el referéndum sobre la secesión. Schubert subraya la importancia de este punto «porque los electores pertenecientes a las Naciones Originarias (los pueblos indígenas) habían votado en un 96% contra la escisión de Quebec en el referendum de 1995». Por último, la ley establecía que para la secesión era necesario modificar primero la Constitución, un proceso complejo y delicado que seguramente se perdería en un entramado político y jurídico.

Aplicando este texto al caso español, Catalunya tendría que poder manifestarse sobre su deseo de secesión o permanencia en España, pero no sobre las condiciones de permanencia o de una nueva relación que establezca con España, puesto que éste es un asunto que concierne a todos los españoles. No caben aquí las decisiones unilaterales. Recurriendo al símil del divorcio utilizado frecuentemente estos días por los miembros de la Asamblea Nacional catalana, en una sociedad democrática, en palabras de Alberto López Basaguren, «un divorcio entre dos partes de un Estado no puede hacerse cogiendo las maletas y marchándose, pura y simplemente, una de las partes dejando a la que se queda con todos los problemas del hogar y de la familia».

Dion, que conoce profundamente la realidad española y ha pronunciado varias conferencias sobre las analogías entre Quebec, Euskadi y Catalunya, ha argumentado en diversas ocasiones que «si una secesión mutuamente consentida plantearía enormes problemas prácticos, una declaración unilateral de independencia crearía dificultades insalvables». Desde que entró en vigor la «Clarity Act» en el año 2000, el peso del independentismo en Quebec se ha moderado notablemente. El Parti Québecois perdió el poder en 2003 y, desde entonces, ha gobernado menos de dos años, entre 2012 y 2014. Su porcentaje de voto en las últimas elecciones, en abril de ese año, fue el más bajo desde 1973. Sufrió un histórico desplome y su líder Pauline Marois se vio obligada a abandonar la política tras perder su escaño. Los analistas coincidieron entonces en señalar que los quebequeses consideraban los debates sobre los valores y la independencia -introducidos por Marois en su campaña-, secundarios frente a una economía local sin brillo y unos servicios públicos cuestionados. Su homólogo a nivel federal, el Bloc Québecois, no está mejor: ha perdido apoyos electorales sin cesar desde 2004, hasta un mínimo del 19,3%. en los últimos comicios en los que irrumpió como un vendaval el fenómeno Trudeau.

En un reciente sondeo se constata que sólo el 28% de los quebecois desea un nuevo referéndum sobre la independencia. El resto quiere alejarlo de la agenda política del país aunque defiende la necesidad de seguir reforzando la identidad de Quebec dentro del conjunto federal. Más influyente es la opinión de Lucien Bouchard, el antiguo líder del Partido Quebecois, viejo azote de las políticas federalistas y del Canadá anglosajón e impulsor del referéndum de 1995, que el PQ perdió por un estrecho margen (50,56% contra el 49,44%). Bouchard, retirado de la política desde hace años, publicó en 2012 el libro Letters to a Young politician, en el que aseguraba que cualquier nuevo plan de referéndum para Quebec sería “una irresponsabilidad”. Bouchard sabe de que habla y lo quiso dejar claro en sus reflexiones: «nosotros sabemos el precio que hemos pagado después de los dos referéndums de 1980 y 1995».

Pero el «parámetro canadiense» o la experiencia canadiense no pude interpretarse en ningún caso como una defensa del unitarismo. Dion es el autor de otra frase cargada de profundidad: «no hay que confundir igualdad con uniformidad, unidad con unitarismo». Él se declara nacionalista quebecois y al mismo tiempo defensor del federalismo como modelo solidario de convivencia. Es, sin duda, la conclusión más relevante que puede exportar la experiencia canadiense: los problemas no se resuelven eludiéndolos, como ocurre en España. Sólo desde esta perspectiva es posible considerar como datos que enriquecen el debate aquellos que en apariencia bombardean nuestra línea de flotación argumental. Así lo hace Dion cuando expone los datos facilitados por el profesor de la Universidad de Oxford, James Crowford: hay más de tres mil grupos humanos reconociéndose cada uno una identidad colectiva en el mundo, y como advirtió el antiguo secretario general de Naciones Unidas, Boutros-Ghali, «si cada uno de los grupos étnicos, religiosos o lingüísticos aspirase al estatuto de Estado, la fragmentación no conocería límites y la paz y la seguridad y el progreso económico para todos se volverían cada vez más difíciles de asegurar».

Dicho esto, es interesante desvelar que el número de conflictos en el seno de los Estados sobrepasa ampliamente el existente entre estados, según los datos aportados a mediados de la pasada década por la Carnegie Commission on the Prevention of Deadly Conflect, que cifra en al menos 233 minorías étnicas o religiosas las que reclaman una mejora de sus derechos legales o políticos. Suele decirse que el problema de Quebec es uno de los cuatro temas que caracterizan la vida cotidiana canadiense. Los otros tienen que ver también con cuestiones de convivencia; con las poblaciones nativas, con los Estados Unidos y con los emigrantes. Canadá vive obsesionada con su identidad como nación pero también con el obstinado empeño por acomodar a todos sus integrantes de acuerdo a sus especificidades, sobre todo las de Quebec. Se sabe que el insulto es un arma que sólo produce desafectos.

Probablemente no se pueden establecer demasiados paralelismos entre la realidad social y política de Canadá y la de España. Las recetas aplicadas en el país norteamericano son consecuencia de una tradición democrática sólidamente forjada en el pacto fundacional de la nación y en la cívica costumbre del diálogo como única herramienta política. El callejón sin salida al que han llevado el conflicto en España los políticos de ambos bandos es la reedición de un desastre antiguo que se reproduce con insistencia desde hace más de un siglo, tenaz en su viejo propósito de romper puentes y descalificar al adversario. Si la «conllevancia» de la que hablaba Ortega y Gasset es el único camino posible para arrastrar el secular problema español, quizá ha llegado el momento de buscar otras salidas, aunque se intuyan más dolorosas. Nada que no se pueda resolver hablando, como enseña el parámetro canadiense.

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Juan Gavasa
xquadramedia.com, juangavasajournalist.wordpress.com | Contactar
Journalist, entrepreneur, writer and Spanish publisher with more than twenty-five years of experience in the field of communications: radio, print and digital. He is a founding member of Lattin Magazine and co-founder of XQuadra Media, a Toronto-based communications startup dedicated to developing creative and strategic content. He has been Editor-in-Chief of PanamericanWorld, a bilinual online information platform created in Toronto with the aim of establishing links between Canada and the Americas. In 1996, he co-founded the communication company Pirineum Multimedia in Spain, dedicated to the development of communication strategies, management of communication projects for private and public companies, web development, cultural events and publishing and advertising production. He specializes in editorial management and is the author, co-author and coordinator of more than twenty books and travel guides.