A Ingrid Bejerman le avisaron que había alguien al teléfono que quería hablarle.
— ¿Aló?
— ¿Aló, Ingrid, cómo estás?
— Bien ¿con quién tengo el gusto?
— Con Gabriel García Márquez.
— …
— ¿Aló, Ingrid?
— …Sí… Maestro…
— ¿Qué pasó? ¿Pensaste que era tu novio?
— No, maestro… No tengo novio…
El recuerdo se hace parte del aire. Ingrid Bejerman bebe su expreso humeante al mediodía en Montreal. La primavera despunta, el pasado vuelve: la voz del Nobel colombiano, sus días como coordinadora de la Fundación García Márquez, el ímpetu juvenil por saberlo todo.
— Gabo era un hombre que te leía los pensamientos. Nunca me he sentido más vulnerable frente a alguien. A él le debo todo lo que aprendí sobre periodismo. Trabajé a su lado. Tenía sólo 23 años.
El acento de Ingrid es argentino. Lo heredó de sus padres, inmigrantes rioplatenses de origen judío que la concibieron en Alemania y la criaron en Campinas, Brasil, donde nació. De ahí pasó a Montreal donde fue educada en francés e inglés. Nunca la instruyeron en español, que fue la lengua que hablaba sólo con sus padres y sus abuelas.
Leer también: El cineasta argentino Andrés Livov desentraña la esencia de la inmigración
— Hablaba muy bien el español pero no lo sabía escribir. Imagínate trabajar con García Márquez y con el director de su fundación, Jaime Abello, y no saber escribir bien en español. Ese fue mi gran temor. Felizmente todos me trataron muy bien, fueron grandes maestros.
Tentada por el café, Ingrid Bejerman resume su primera juventud: en Montreal cursó su bachillerato y maestría en las universidades de Concordia y McGill. En los años noventa Montreal era una urbe en recesión y decadencia, por eso aceptó trabajar en São Paulo como redactora en inglés para el diario O Estado de S. Paulo. En realidad ese trabajo en Brasil era un sueño cumplido porque a los 14 años había visitado por primera vez la sala de redacción de ese periódico y, como ella afirma, sintió amor a primera vista: supo que sería periodista. En 1998 llegó a Cartagena de Indias como coordinadora de la Fundación García Márquez contratada por su director general, el periodista Jaime Abello Banfi, que buscaba a alguien que dominara varios idiomas: “yo quería una persona internacional”. Se habían conocido en Buenos Aires en un taller narrativo.
Después de aprender todo lo posible, dejó la Fundación y se fue a México a dirigir la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar. Para ella este fue el mejor trabajo de su vida. En los dos años que pasó en el cargo conoció a escritores, directores de cine, músicos, jefes de Estado, a la crema de la intelectualidad mundial. Hasta que un día su jefe de entonces, Raúl Padilla López, presidente de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, le ofreció un cargo directivo en un nuevo centro académico internacional. La condición era obtener su doctorado. Así que se regresó a Montreal, a los 26 años de edad, para conseguirlo. El destino o el azar hicieron su parte porque no pudo volver a México y se enrumbó hacia la docencia en la Universidad de Concordia y a la coorganización del Festival Literario Blue Metropolis, el más intercultural del mundo. Quizá las decisiones tuvieron que ver con su naturaleza astral: sagitariana, versátil, aventurera, lista para enfrentar lo desconocido.
— Ahora me encanta formar parte del equipo del Festival Metropolis Bleu de Montreal donde trabajo con gente de primera. Uno de los momentos inolvidables que he vivido en el festival fue cuando premiamos al mexicano Carlos Fuentes en el 2005. Cuando vino, por supuesto, nos habló en español y también en un inglés y francés castizos. Leyó pasajes del Quijote a sala llena. Todos se emocionaron.
Cruzamos el mediodía y la conversación con Ingrid se precipita hacia la literatura y la academia bajo un compás acelerado y sin silencios. A esas mismas revoluciones escribe sus mensajes en el celular que casi siempre tiene a la mano. Sólo es lenta – confiesa – para leer textos que le agradan. Degusta calmada un poema de Adrienne Rich o de Emily Dickinson (“para fugarnos de la tierra / un libro es el mejor bajel / y se viaja mejor en el poema /que en el más brioso y rápido corcel”). Salvo eso, todo es rapidez. Esta tarde, en su amplio departamento del centro de Montreal, Ingrid viste ropa cómoda y suelta. Su figura es la de una ex maestra de aeróbicos. Una cola escueta divide el brillo de su cabello. No se ha quitado sus anteojos para nada. Son de un calibre mediano que traslucen una mirada inquieta por saberlo todo lo más pronto posible. Quizá se deba a cierta superstición pero hay figuras de corazón siempre cercanas a su indumentaria: en el diseño de un vestido, en un bolso personal, en un accesorio que protege el celular. Desde el sexto piso del edificio centenario y elegante donde habita no se sienten los latidos de la ciudad. En la sala el sol se descarga.
— Adoro Montreal, soy muy feliz aquí. Me encanta tomar el autobús y escuchar varios idiomas, y que sea normal que uno cambie de una lengua a otra. Que lo común sea preguntar: ¿de dónde vienes? Aunque realmente el clima es algo muy difícil… Yo viajo mucho por América Latina todo el año, en especial cuando arranca el otoño. Si no fuera por eso, no soportaría estar aquí; el invierno es interminable. Por ejemplo, siempre voy al Hay Festival en Medellín y Cartagena en la última semana de enero. Eso me ayuda muchísimo.
En los últimos veinte años, la esencia inmigrante y cosmopolita de Ingrid Bejerman ha sido un impulso en la tarea de unir culturas disímiles para hallar sus vínculos; y no sólo proyectando lo iberoamericano en el mundo canadiense, sino acercando también a las poblaciones nativas de este país con sus parientes indígenas de América Latina. Por ello, en cada festival donde participa, Bejerman hace hasta lo imposible porque la acompañe al menos una escritora nativa. Eso pasó en el último Hay Festival de Querétaro donde conversó con Cherie Dimaline, una joven y talentosa escritora de la nación Métis de Canadá. En otros festivales logró la participación de las escritoras nativas Cheryl Suzack, Marie Annharte Baker, Lee Maracle, Natasha Kanapé Fontaine, Carleigh Baker, Gary Gottfriedson y del activista Taiaiake Alfred.
Cuando vuelve de sus viajes continúa con su rutina: dicta clases en la Universidad de Concordia, le dedica una hora diaria al yoga, y, sobre todo, atiende a Arielle (4) y Alicia (2), sus dos pequeñas hijas que a diario revolotean en una habitación de juguetes y libros que en esta tarde es un modelo de orden castrense. La mamá ha acomodado todo con un perfeccionismo de tienda. Dice Ingrid que de ese modo les enseña el valor del orden. Nunca las ha obligado a leer un libro pese a estar rodeadas de éstos porque prefiere dejar que ellas los descubran por sí mismas y los quieran.
— ¿Es usted una lectora indisciplinada?
— Sí.
— ¿Cuántos libros lee hoy?
— ¡Ahora no leo nada! No hay tiempo. Todos estamos escribiendo y nadie está leyendo. No es lo mismo leer para entrevistar a un escritor, que leer por placer; y ahora casi siempre, por cuestiones de tiempo y maternidad, leo por trabajo. Modero muchas mesas en varios festivales de América Latina, Portugal, España, y esa es la excusa perfecta para leer.
— Mi sueño siempre fue tener una biblioteca de vidrio; y encontré estos estantes que son maravillosos y entraron perfectos en el espacio. Adivina dónde los compré, ¡en Ikea! Cincuenta dólares cada uno. ¿Qué te parecen?Los estantes de su biblioteca son blancos como todas las paredes del departamento. Las puertas de vidrio protegen los ejemplares del polvo y de las travesuras de las niñas. Los libros están ordenados por tamaños y no por temas ni por idiomas.
— ¿Y ha leído todos estos libros?
— (Sonríe con ironía) En un documental sobre Jacques Derrida hay un momento en que una de sus estudiantes ingresa a su biblioteca que es una cosa gigantesca y le pregunta: “¿y usted ha leído todo eso?”, y él responde: “no, no, sólo leí esos de allá (señalando un pequeño grupo), ah, pero esos de allá los he leído muy bien”.
La única foto que sobresale en el centro mismo de la biblioteca es una de Ingrid sonriendo a la mitad de una cena con Gabriel García Márquez, que parece sorprendido por la arremetida del flash. De los muros cercanos a la biblioteca cuelgan en sus marcos artículos sobre el trabajo de Ingrid. Más allá varios símbolos de la tradición judía y cerca a la puerta principal fotos de momentos familiares.
Las niñas están en la guardería. Regresarán al final de la tarde. Ingrid se disculpa y se va a atender el teléfono a otra habitación. Su voz es un rumor que se va apagando. Una paz habita la sala y también cierto silencio, muy parecido a la soledad.
Ingrid vuelve con apuro:
— Bueno, cuéntame, tengo curiosidad ¿cuándo saldrá publicado el artículo?
Artículo publicado originalmente en Hispanophone