NOTAS DE VIAJE
Bitácora de un recorrido por una América dividida, parte 2: EE UU, costa del Pacífico: Oregón

De Portland a Eugene, pasando por Cannon Beach, Oregón es un vibrante estado de corazón liberal, con horizontes oceánicos, una historia enraizada en el ‘sueño americano’ e importantes desafíos sociales. Es, también, la segunda parada de este viaje por una América dividida en busca de las voces de la gente corriente.

» Parte 1: EE UU, costa del Pacífico: Washington

Foto: Javier Ortega-Araiza

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Hace unos momentos he llegado al Aeropuerto Internacional de Portland procedente de Union Station, donde ha desembarcado mi tren procedente de Seattle. En aproximadamente una hora estará aterrizando el vuelo de Marie-Claire, y posteriormente a ello, pernoctaremos en un hotel en las cercanías del mismo por una noche antes de comenzar a manejar por la costa. El plan es volver a Portland como último punto de nuestro recorrido por el estado.

Para aquellos que no lo conocen, el aeropuerto de Portland es famoso por sus alfombras, las cuáles muestran un patrón geométrico que muestra una intersección de las pistas norte y sur de aterrizaje, partiendo del punto de vista nocturno que se tiene desde la torre de control de tráfico aéreo. Los reemplazos de los tapices originales iniciaron en 2015, dando pie a una transición gradual a un nuevo diseño, sin embargo, el estruendo que generó el figurín original le valió reconocimientos alrededor del globo, además de su utilización en líneas de productos con empresas como Adidas, que lanzó indumentaria deportiva basada en dicho molde de la mano de estrellas locales como el guardia del equipo de baloncesto Portland Trail Blazers, Damian Lillard, quien fuera uno de los jugadores con mejor rendimiento en la liga la temporada pasada. Lástima que la temporada ya ha terminado. En el pasillo donde me encuentro también hay una sucursal de Powell City of Books, la famosa librería que tiene su matriz en el Pearl District en el centro de Portland y que se ostenta como «la librería independiente más grande del mundo». Es, sin duda, un punto que como escritor y lector ávido me hace ilusión explorar.

El arribo de Marie-Claire ha sido un tanto atropellado. La camioneta que se suponía estaba calendarizada para llevarnos al hotel está retrasada de forma significativa, y lo único que la recepcionista del mismo ha sido capaz de decirnos es que «ya está en camino». Ha repetido la frase por los últimos treinta y cinco minutos, y sospecho que los pasajeros que se miran impacientes en los banquillos de al lado también tienen el mismo problema.

Tras cincuenta minutos de espera finalmente se ha presentado la furgoneta, la cual es conducida por Ahmed, un hombre de origen iraní con acento marcado y una personalidad afable y cordial, quien se disculpa de inmediato por lo sucedido. «Me apena mucho la tardanza. Hago un poco de todo en el hotel. Justo acabo de arreglar un baño». Si su gentileza no ha sido suficiente para calmar los ánimos de todos, al menos ha bastado en lo que concierne a mi y a Marie-Claire. Lo que es una realidad es que el desafortunado incidente ha abierto las puertas para una conversación más profunda, que toma lugar en el interior de la van. Dentro de los afectados por las demoras somos más de diez, y cada quien toma las noticias de diferente forma. Por un lado, una pareja originaria de Atlanta se queja de manera efusiva, sin embargo sus reclamaciones palidecen en contraste con los gritos emitidos por una dama que está sentada justo delante de nosotros. Pase lo que pase, ella exige su reembolso. Poco importa que el sujeto que conduce poco o nada pueda hacer para dárselo. En la fila trasera, padre e hijo arrugan los hombros y se resignan, distraídos en su teléfono móvil. Los demás muestran cierta empatía y solidaridad por el chofer, y más que indignarse por la llegada tardía, lo que les genera cabreo es que en un hotel que se supone ser de primera línea, ubicado en las proximidades del Río Columbia —lo que permite disfrutar de un desayuno placentero en un entorno natural— sucedan ese tipo de prácticas. Uno de los pasajeros lo etiqueta sin tapujos: «Esto es explotación laboral».

Oregón se caracteriza por tener una mayoría demócrata y un gobierno de un acentuado corte liberal. Es, también, generalmente visto como amistoso y receptivo por las comunidades inmigrantes

Joe es un hombre de marcadas tendencias si no socialistas, sí humanitarias, y desde hace varios años se desempeña como ejecutivo enfocado en sustentabilidad corporativa en una reconocida multinacional, que tiene parte de sus operaciones en Oregon. Es él quien hace la exclamación, y recuerda el aún fresco en la memoria testimonio que declarara frente a la Casa de Representantes de California Jamie Dimon, el CEO de JP Morgan Chase. La Representante Katie Porter calculó los gastos mensuales promedio a una madre soltera (con un hijo), y los contrastó con el salario de entrada de JP Morgan, el cual oscila entre 35.000 y 37.000 dólares anuales. El resultado fue una pérdida neta mensual de 500 dólares. «¿Cómo puede ella manejar esta escasez presupuestaria cuando todo su tiempo está destinado a trabajar para su banco?», preguntó Porter. El ejecutivo bancario no supo responder.

«¿Puedes creerlo?», exclama Joe, visiblemente enfadado por una tendencia que parece cada vez estar más consolidada, la de la disparidad económica y la creciente brecha en el ingreso percibido por los distintos niveles jerárquicos en las organizaciones. En 2018, el promedio fue que los CEOs o directores ejecutivos ganaron 287 veces más que el empleado promedio. Joe va más lejos, aprovechando la parada del conductor en la gasolinera para lanzar al aire una interrogante que genera de todo un poco, desde risas forzadas hasta vociferaciones obscenas hacia la aún desconocida para nosotros gerencia y administración de la propiedad donde estamos por hospedarnos. «¿Cuánto ganará él, por todo lo que hace?», en referencia al conductor, y, «¿Será legal?».

En 2018, el promedio fue que los CEOs o directores ejecutivos ganaron 287 veces más que el empleado promedio

No es una pregunta malintencionada, y puedo constatar que el hastío generalizado no se debe a la posibilidad de que Ahmed sea un trabajador ilegal, sino al abuso al que numerosas veces estos infatigables operarios son expuestos. A pesar de todo, Ahmed luce con los ánimos intactos, todo lo contrario a la recepcionista, quien a nuestra llegada nos recibe de mala gana, con un gesto ofuscado y vehementemente reclamando que formemos una sola línea. No la culpo. Pero si llama mi atención cómo dos personas en situaciones parecidas pueden asimilarlas de una forma diametralmente opuesta.

Estas son mis primeras impresiones de Oregón, pero creo que cambiarán con el paso de los días. Ansiosos por explorar, hemos pedido a Ahmed si pudiera conducirnos a la estación más cercana del MAX, el servicio de tren ligero que conecta la zona metropolitana. Cordialmente ha accedido.

Portland. Foto: Jeff Hintzman / Flickr

Portland es una ciudad progresista. La alcaldía cuenta con numerosas iniciativas que van orientadas a la generación de energías limpias, dentro de ellas una medida aprobada en 2018 que genera un impuesto hacia ciertos comercios a fin de tener recursos incrementales para proyectos de energía renovable y de inserción laboral para las diferentes minorías que habitan en el área. Es un tema con el que muchas otras ciudades no han tenido éxito. De la misma forma, Oregón es un estado que se caracteriza por tener una mayoría demócrata y un gobierno de un acentuado corte liberal. En 1973, el estado marcó la pauta en la descriminalización de la marihuana, y en épocas más recientes, la gobernadora actual Kate Brown, reelecta en 2018, es la primer persona abiertamente bisexual en tener un cargo público de ese nivel en los Estados Unidos de América, en un triunfo celebrado por las comunidades LGBTQ. Bajo el mandato de Brown, Oregón fue uno de los primeros estados —junto con California, Washington, Colorado y Hawai— en retar las reducciones a las medidas de protección ambiental del gobierno de Donald Trump y restaurar en el estado los controles de calidad requeridos por la administración de Barack Obama. Es, también, Oregón, generalmente visto como amistoso y receptivo por las comunidades inmigrantes, como de las que forma parte Ahmed. Actualmente se encuentra en legislación una proposición que, de ser aprobada, arrojaría 4,5 millones de dólares en fondeo para atender las necesidades de aquellos que han llegado como refugiados, a fin de contrarrestar las medidas xenofóbicas del gobierno federal.

Esto no le ha pasado de noche a nuestro hoy conductor, a quien con el paso de los kilómetros no me ha quedado de otra que admirar. No importan las arduas jornadas, ni que el limitado salario que recibe cada vez alcanza para menos en una de las ciudades que de acuerdo a Yahoo! Finance hoy se encuentra dentro de las 25 metrópolis más caras para vivir en los Estados Unidos. Ahmed ataca cualquier problema con una sonrisa, y en el trayecto nos cuenta sobre cómo parte de su familia aún se encuentra en Irán y el espera que puedan alcanzarlo pronto en lo que él no duda en llamar «su hogar». Independientemente de la situación del país, para él su idea del «sueño americano» ya es una realidad. Más allá de un empleo, agradece la relativa libertad, sobre todo comparado con la represión prevaleciente en su país de origen. Ahora solamente anhela poder compartir ese sueño americano con sus familiares más cercanos, y con sus dedos enlista todas las atracciones del área a donde planea llevarlos una vez que estén aquí. Sobre todo llevarlos a un partido de los Portland Trail Blazers. «Seguramente algún día lo harán», le digo, buscando mantener encendidos los ánimos y vivo el optimismo. Hemos llegado a nuestro destino.

Portland
Arte callejero en Portland, Oregón. Foto: Cristie Guevara / Public Domain

Una de las primeras cosas que me sorprende al utilizar el transporte público de Portland es que al menos durante la duración de nuestro recorrido los pasajeros del mismo se comunican entre ellas en vez de ir ensimismadas o absorbidas con su teléfono celular. En los treinta minutos que nos tomó llegar de la estación Cascade a la céntrica Skidmore Fountain, tuvimos la oportunidad de intercambiar palabras con un ingeniero en software que hoy tiene empleo como conserje en un rascacielos ocupado por una institución financiera, y con una inmigrante hispana recién desembarcada que tomó el tren ligero en la estación del aeropuerto, y cada estación mira ansiosamente su mapa de bolsillo y nos pregunta si se dirige en la dirección correcta. Sin embargo, el desasosiego no apaga su emoción, ni tampoco la efusividad con que nos agradece que le recordemos que la voz computarizada ha anunciado el arribo a la estación del Convention Center, donde un familiar ya la espera.

«Llegué hace poco desde St. Louis», nos dice el ingeniero, contándonos sobre sus planes para buscar colocarse en una de las numerosas startups que se han establecido en Portland, consolidando a la urbe como uno de los lugares más buscados por jóvenes emprendedores de diversas regiones del país, e incluso a nivel internacional. Nos cuenta que viene de una familia de clase media-alta, pero que en St. Louis las oportunidades para innovar son escasas, y que no le importa limpiar un edificio de momento porque le da orgullo el poder salir adelante por su cuenta, y dejar atrás el pasado que el denomina como burgués. Cuando nos informa de que ha llegado a su parada, nos damos cuenta de que nunca intercambiamos nombres, lo que me recuerda que muchas de las mejores conversaciones suceden con extraños.

Mientras me despido, Marie-Claire se comunica vía telefónica con Edith, una amiga suya de antaño originaria de Alabama pero que desde hace dos décadas pasa la mitad del año en Portland, donde ha construido una pujante práctica como psicóloga y terapeuta para parejas.

«Es imposible estar aquí el año completo», menciona Edith, culpando principalmente a la falta de sol. El astro brilla por su ausencia en Portland, que registra más de 200 días al año donde las nubes predominan

«Te entiendo. A mi hija le he comprado una de esas luces que ayudan a simular el efecto del sol y reducen la depresión de temporada», responde Marie-Claire, quien al colgar procede a explicarme sobre lo que se conoce como Seasonal Affective Disorder, y cómo parece estar correlacionado con la alta tasa de suicidios que sufren ciudades donde el sol asoma poco como Portland o Seattle. Esto es un dato importante. La hija de Marie-Claire reside en Portland, y en algunos días nos encontraremos. Pero antes, tenemos cientos de kilómetros de costa que recorrer. De momento, nuestra atención permanece enfocada en el lugar que Edith nos ha recomendado para la cena de hoy: Portland City Grill.

«Es imposible estar aquí el año completo», menciona Edith, culpando principalmente a la falta de sol. El astro brilla por su ausencia en Portland, que registra más de 200 días al año donde las nubes predominan.

Tras una breve búsqueda, puedo constatar que el Portland City Grill es un restaurant multi-premiado, famoso por sus vistas que permiten contemplar los edificios que se iluminan en contraste con el atardecer y que componen una agradable sinfonía con los espectaculares atributos naturales que rodean la ciudad, con el río Willamette y los numerosos puentes que lo atraviesan, como el Hawthorne Bridge, el St. John’s Bridge —el cual cuenta con arcos góticos en su estructura de soporte que, vistos desde un parque colindante, asemejan el arco de una catedral— y el Tilikum Crossing, que fue el primer puente mayor de los Estados Unidos donde solo se permite el cruce del transporte público, de ciclistas y de peatones, pero no de vehículos privados. Consciente del atractivo del lugar, preguntamos a Edith si sería menester cambiarnos de ropa, a lo cual ella responde tajantemente que no.

«Esto es Portland. Podrían ir en botas de hiking si así lo desearan y no habría problema», fue su respuesta, y al llegar podemos ver que lo que ella decía es verdad. Si bien el lugar asemeja un layout parecido al que en Toronto pudiera tener Canoe o en Nueva York un lugar como 230 Fifth o Skylark, el ambiente es mucho más relajado y casual, lo que habla sobre la vibra que predomina en la ciudad. Como veremos durante las siguientes horas —posiblemente potencializado por el hecho que era la happy hour en uno de los lugares más concurridos de la ciudad—, el Portland City Grill aglomera a personajes de todo tipo y se presta a la convivencia e interacción social, contrario a lo que esperábamos. Si esto es un reflejo de la ciudad, me entusiasma el descubrirla a fondo a nuestro regreso.

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Hemos partido temprano rumbo a Astoria, uno de los puntos geográficamente ubicado en la esquina noroeste del estado. El puente Astoria-Megler cruza el río Columbia y conecta el puerto con el vecino estado de Washington, específicamente con la localidad de Megler. Famoso por ser anteriormente un primordial puerto pesquero, maderero, y logístico, el comercio en Astoria ha sido descontinuado gradualmente por ciudades con embarcaderos más boyantes en la región como Portland o el mismo Seattle. Esto, sin embargo, no reduce la prominencia que algún día tuviera. Astoria es un bello pueblo con museos que enaltecen su historia y una de las lecciones más importantes de la misma: el cambio favorece a quienes no oponen resistencia a lo inevitable.

Astoria es un bello pueblo con museos que enaltecen su historia, y una de las lecciones más importantes de la misma: el cambio favorece a quienes no oponen resistencia a lo inevitable

A medida que circulamos por la carretera 101 hacia el sur observamos que cada cierto número de kilómetros se anuncia la entrada a un parque estatal diferente, lo cual llama mi atención. En total hay 255 parques estatales en Oregón, de los cuales 57 se encuentran en la costa. En el famoso documental de Michael Moore Fahrenheit 9/11, se hablaba de cómo también esta costa es de las menos patrulladas del país. Numerosos medios han reportado sobre la falta de personal de los condados costeros para poder vigilar adecuadamente, pero el resultado no ha sido del todo malo. Quizás por eso predomina la paz y la tranquilidad.

Nuestra primera parada es Cannon Beach, una comunidad artística y a la vez un concurrido resort vacacional para aquellos citadinos necesitados de aire fresco. Lo primero me lo indican las galerías que se anuncian una tras otra en las pintorescas avenidas principales, lo segundo el pesado tráfico que existe para llegar al lugar. Tras numerosos intentos finalmente hemos encontrado estacionamiento. La niebla impone condiciones y conforme nos acercamos a la costa podemos contemplar el monolito de Haystack Rock envuelto entre la misma, formando un hermoso paisaje. Es tiempo para una caminata.

Foto: Javier Ortega-Araiza

De una de las eclécticas boutiques emergen un par de artistas que nos invitan a pasar y atesorar las diferentes dimensiones que toma su arte, desde pintura hasta esculturas grandes y pequeñas que muestran una profunda intersección entre el arte japonés, el arte nativo y el occidental. Oregón, al igual que Washington y por supuesto California, dada su ubicación geográfica representa uno de los puntos de entrada de la comunidad asiática, y la influencia de la misma es grande. Incluso en una población que tiene menos de 2.000 residentes de tiempo completo, en su mayoría caucásicos. Me agrada esa galería porque las creaciones muestran una gran armonía con la naturaleza, que conforme avanza el recorrido puedo comprender el inmenso respeto que inspira entre los habitantes de Oregón. Una de las artistas, Yukiko, es mitad escocesa y mitad japonesa, y al enterarse de mi vocación como escritor, comienza a contarme sobre la importancia que tiene la literatura en esta comunidad. Nuestra conversación, combinada con el horizonte que se erige me intriga a investigar si quizás alguna obra impactante se escribió aquí, en una de estas folclóricas casas cuyo patio trasero da al Océano Pacífico.

Foto: Javier Ortega-Araiza

«Podría venir aquí a terminar mi novela», le comento a Marie-Claire en nuestro recorrido de regreso, al tiempo que pasamos por una oficina de bienes raíces, la que podemos ver promueve hogares como los que acabamos de cruzar, todo a precios estratosféricos. Es habitual que lugares que inician como de concurrencia para creativos, artistas y buscadores de la espiritualidad termine convirtiéndose en un resort vacacional cuyos sitios se vuelven objeto de peregrinación y de la búsqueda desmedida de la riqueza financiera. Lo he visto suceder gradualmente en lugares como Florencia, como San Miguel de Allende y como Saint-Malo. El mismo San Francisco. Como todo, tiene sus pros y sus contras. Para algunos representa la muerte del único hogar que han conocido. Pero para nosotros, los nómadas, los que estamos en búsqueda de inspiración y estimulación constante, representa el impulso para visitar más lugares por descubrir. Recordando las reflexiones de hace unas horas en Astoria: El cambio siempre favorece a aquellos que no oponen resistencia a lo inevitable.

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Han pasado veinticuatro horas desde que llegamos a la costa y al iniciar nuestro recorrido del día previo al amanecer hemos optado por descansar en el parque estatal de Cape Lookout, donde a pies descalzos se puede contemplar la salida del sol acompañado por las gélidas olas que golpean suavemente la arena, regalándonos una placentera calma cuya sensación más profunda es difícil de describir en la palabra escrita.

Lo que de ahí sigue son paisajes espectaculares, curvas, subidas, bajadas, a la izquierda el bosque y a la derecha el océano, demostrando que por un instante se puede tener lo mejor de los dos mundos al mismo tiempo, o quizás no.

Memorias fotográficas: Yaquina Head Lighthouse. El faro más elevado de Oregón. 146 años de antigüedad. De ahí se contemplan piscinas de marea donde se encuentran erizos, mejillones, aciales y estrellas de mar. A lo lejos se contemplan parvadas de cormoranes y con un poco de suerte se pueden ver ballenas que nos muestran la tranquilidad con la que la vida silvestre sigue su camino, en sintonía perfecta con el ritmo de la naturaleza. Nye Beach, en Newport, y sus escénicas calles donde predomina el arte, desde pinturas callejeras engalanando las paredes de construcciones que dan hacia la playa, hasta galerías de alta gama. Los acantilados de Depoe Bay, a la que se conoce como la bahía navegable más pequeña del mundo, donde se filmó una parte de la famosa película de Jack Nicholson One Flew Over the Cuckoo’s Nest y desde donde podemos percibir los acechantes movimientos del océano que sacuden las rocas costeras. Esto a pesar que hoy es un día soleado y el viento se comporta relativamente tranquilo, permitiendo la circulación de numerosos ciclistas por el litoral.

Foto: Javier Ortega-Araiza

Otra memoria fotográfica: El rostro de Marie-Claire a medida que la brisa levanta su cabello.

Nuestra conversación en uno de los observatorios donde aparcamos la SUV para tomar un descanso. Uno de esos puntos donde fresnos y sauces asoman directamente al mar.

«¿Se puede estar en dos lugares al mismo tiempo?».

«Estar y no estar, a la vez».

«¿Por qué?».

«Todo esto es un solo lugar. Lo hemos separado solo en nuestras impresiones. ¿O no?».

Lo que sigue son paisajes espectaculares, curvas, subidas, bajadas, a la izquierda el bosque y a la derecha el océano, demostrando que por un instante se puede tener lo mejor de los dos mundos al mismo tiempo, o quizás no

Impresiones de camino: Me agradan los habitantes de la costa. La gente amable, carismática, capaz de transformar interacciones rutinarias en intercambios agradables y hasta cómicos con matices de nostalgia. En Oregón, como en México y contrario a muchos otros lugares de Estados Unidos, las gasolineras cuentan con despachadores. Quien nos atiende, Eduardo, es hispanohablante, pero la comunicación fluye en inglés.

«¿Hacia dónde van?», nos pregunta, en un intento por amenizar los momentos en los que transcurre la transacción.

«Por la costa. Posiblemente hasta llegar a México», respondemos, bromeando un poco, aunque sabemos que no llegaremos tan lejos.

«Iría con ustedes. Pero lamentablemente no puedo cruzar. Creo que saben por qué. Ustedes se lo pierden»: Por supuesto que entendemos, pues cualquier explicación está de sobra. A posteriori nos cuenta que espera a las elecciones de 2020, pues de momento ha decidido no meter su aplicación de asilo por miedo al rechazo de la misma y a su posterior deportación, incluso si cuenta con pruebas de la persecución policial que sufrió en México por haber sido testigo de un crimen. «Es mejor esperar», reitera, y con su perfeccionado acento norteamericano nos comparte algunas de sus recomendaciones para visitar en los tramos de carretera que nos quedan por recorrer.

Es tiempo de poner el motor en marcha.

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Nos quedan pocos días para nuestro planeado regreso a Portland y por ello es que llegando a Florence, habiendo cubierto más de la mitad del estado, optamos por virar hacia adentro rumbo a Eugene, una ciudad dinámica y alterna que es la sede de la Universidad de Oregón. Si el vecindario de Hawthorne es el corazón hippie de Portland, Eugene es Hawthorne en esteroides. Nuestra morada durante nuestra estadía en Eugene es el Timbers Inn, un hotel que aún es administrado por la familia fundadora, y que ha sobrevivido una transición de ya tres generaciones. Recientemente ha pasado por considerables remodelaciones que lo ayudan a sacar más provecho de su privilegiada ubicación. De inmediato el gerente se presenta y nos da la bienvenida. El Timbers Inn tiene hora feliz durante buena parte de la tarde y el lobby alterna música de fondo entre clásica por las mañanas y ritmos upbeat y electrónicos durante la tarde/noche. Poco más pudiera pedirse de un punto de partida.

Si el vecindario de Hawthorne es el corazón hippie de Portland, Eugene es Hawthorne en esteroides

Además de ser una capital vibrante de los movimientos contraculturales (en Eugene falleció Ken Kesey, uno de los miembros fundadores de los Merry Pranksters), un paraíso para los amantes de la naturaleza y de las actividades al aire libre y sede de mercados de comida orgánica y vegana, cervecerías artesanales, barcades (bares con videojuegos), y numerosas tabernas donde se puede presenciar música en vivo de alto nivel, Eugene es ampliamente conocida y respetada por su tradición deportiva. Los Oregon Ducks son uno de los equipos de fútbol americano más populares de la nación, y se han caracterizado por ser un semillero de la NFL, de donde surgieron jugadores como el corredor de las Panteras de Carolina Jonathan Stewart y el ex-safety de los Broncos de Denver y campeón del Super Bowl T. J. Ward. Los banderines de los Ducks engalanan la mayoría de los establecimientos comerciales de la ciudad, sobre todo aquellos destinados al esparcimiento social.

Pero junto al Autzen Stadium —sede de los Ducks— se encuentra otro recinto que es un monumento consolidado en la memoria colectiva del deporte en los Estados Unidos: Hayward Field. Lamentablemente, nuestra visita cae en el medio de las obras de reconstrucción de un estadio que ha sido testigo de varias de las hazañas más memorables del atletismo norteamericano. Fue en Hayward Field donde corredores legendarios como Carl Lewis, Dave Wottle, y Steve Prefontaine, este último nativo de Oregón y conocido como el hijo pródigo del estado, marcaron varios de sus mejores tiempos, incluido un récord nacional de Prefontaine en la carrera de 5.000 metros que permaneció imbatido por cuarenta años hasta que Galen Rupp lo rompiera en 2012. Pero además de las proezas en la pista de tartán, Hayward Field y Steve Prefontaine comparten otra conexión con otro de los personajes clave de la historia moderna de Oregón: la compañía de zapatos e indumentaria deportiva Nike.

Junto al Autzen Stadium se encuentra otro recinto que es un monumento consolidado en la memoria colectiva del deporte en los Estados Unidos: Hayward Field

Nike fue concebida en la Universidad de Oregón, donde Phil Knight, fundador de la misma, fue parte del equipo de atletismo. La empresa nació de una sociedad entre Knight y su entonces entrenador, Bill Bowerman, quien ilustremente diseñó con una gofrera uno de los zapatos que catapultó a la firma a la prominencia global. El primer atleta de élite y uno de los principales promotores de esta marca fue precisamente Steve Prefontaine, quien falleció prematuramente en un accidente automovilístico a los 24 años en 1975. Memorabilia dedicada a él y a otros personajes importantes en la trayectoria de Nike se encuentra desplegada en la histórica tienda ubicada en Eugene, en el Oakway Center.

Foto: Javier Ortega-Araiza

Como emprendedor, sin lugar a dudas me cautiva la historia de Knight. La recolección de sus memorias, Shoe Dog, escrita en colaboración con el reconocido autor J. R. Moehringer, es una de las mejores biografías que he leído, no solo por la impresionante historia de éxito sino por el humanismo y la vulnerabilidad con la que es relatada. Knight no solo no esconde, sino que presenta abiertamente un recuento de los hechos, de sus decisiones acertadas, de sus errores, de las altas y bajas que conlleva la montaña rusa de ser un emprendedor y desafiar el status quo.

Fue, entonces, con emoción, que cruzamos las puertas de dicha tienda insignia, donde cuentan también con una versión de la furgoneta Volkswagen que utilizara Geoff Hollister para vender y repartir zapatos, y donde descubrí que los empleados de la misma conocen a la perfección los datos curiosos de la compañía, así como de cada personaje involucrado. Me cuentan que seguido vienen turistas —así nos llama una de las anfitrionas del lugar— a aprender de primera mano sobre todo aquello que forjara Nike. Parece ser que no soy el único entusiasta.

Foto: Javier Ortega-Araiza

Entusiasmo sobra en Eugene. En cualquier lugar que llegamos somos recibidos con algarabía, y las calles principales del centro están repletas de peatones que representan la diversa gama de vecinos de la ciudad, desde estudiantes con niveles más que ligeros de intoxicación hasta vagabundos con súplicas bastante creativas por algunos centavos. En una escena que presenciamos a la distancia en la esquina de Broadway y Willamette, algunas jóvenes que asumo son estudiantes universitarias forman un círculo con panfleteros bohemios donde todos toman turnos para degustar un poco de marihuana. Cuando caminamos por ahí nos saludan afectuosamente.

A pesar de ser una localidad relativamente pequeña donde el amor libre parece fluir con naturalidad, algunas de las voces con las que conversamos en Eugene ya comienzan a dar señales de preocupación sobre lo que en un futuro pudiera llegar a pasar. Dado los incrementos de precio en la no muy lejana Portland, Eugene comienza a dar sutiles indicios de una lenta gentrificación. Otros residentes se rehúsan a admitirlo, y se muestran comprometidos a que ese fenómeno no suceda en uno de lo que algunos etiquetan como uno de los bastiones de resistencia de la izquierda. Varios comercios cuentan con un signo en su puerta de entrada donde se incentiva a los ciudadanos a realizar sus adquisiciones exclusivamente en comercios locales independientes.

Las calles del centro están repletas de peatones que representan la diversa gama de vecinos de la ciudad, desde estudiantes con niveles más que ligeros de intoxicación hasta vagabundos con súplicas bastante creativas por algunos centavos

Pero, ¿a quién pertenecen dichos comercios independientes? Y, dada su popularidad, ¿corren el riesgo de convertirse en cadenas? Cualquier centro de emprendimiento pujante se caracteriza por el flujo incremental en la llegada de nuevos elementos a la comunidad, y en el sistema que hoy tenemos, marcado por tendencias como el crecimiento desmedido y la productividad a toda costa, es muy fácil para el innovador perder el sentido de propósito por el cual iniciaron el proyecto en primera instancia.

Sin embargo, esto puede cambiar. Oregón es, por lo que he visto, un estado dinámico y liberal donde la mayoría de sus asentados muestran una amplia conciencia social y humana. También es tierra fértil para emprendedores y, posiblemente, esto pueda ser una oportunidad para dejar un legado que otros puedan imitar. Desde mi parecer, el libre mercado funciona siempre y cuando lo acompañen una dosis de moralidad y un sentido de pertenencia a la comunidad.

Ha llegado el tiempo de partir y la única imagen decepcionante que me llevo de Eugene ha sido nuestra visita a Skinner Butte, una colina conocida por ser uno de los mejores miradores para apreciar desde las alturas. La vista es espectacular, no ha sido eso la razón de la desilusión. Más bien ha sido la elevada cuantía de vehículos estacionados a las afueras de los cuales se muestran rostros desencajados y malencarados, cuyos portadores consumen una variedad de estupefacientes. Los automóviles despliegan calcomanías apoyando las causas militares y varios ya anticipan la reelección de Donald Trump. Tampoco es eso lo más perturbador, sino que son, principalmente, hombres de la tercera edad cuyos rostros sufren un nivel elevado de demacración. Algunos gritan vulgaridades al vacío, otros castigan con saña el cofre de sus coches. Nadie parece saber porqué. Quizás ellos son el otro lado de la debacle industrial que genera el progreso tecnológico, aquella cara de la moneda de quienes no se adaptaron al cambio y optaron por el difícil camino del resentimiento y el papel de víctima.

Quizás ellos son el otro lado de la debacle industrial que genera el progreso tecnológico, aquella cara de la moneda de quienes no se adaptaron al cambio y optaron por el difícil camino del resentimiento y el papel de víctima

Esta situación nos presenta otra verdad, tomando en cuenta que, en contraste con aquel círculo de la amistad de Willamette y Broadway, y a pesar de que a ambos los caracteriza la ingesta de sustancias estimulantes, las actitudes de quienes hoy encuentro en Skinner Butte difieren de forma considerable. Como todo, más que un generador de acciones loables o derogatorias, las sustancias se muestran como simplemente una herramienta, que amplifica y cataliza lo que hay detrás de la misma, en este caso el estado emocional del utilizador. Es por ese camino que se debe generar responsabilidad.

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Con estas reflexiones nos despedimos de Eugene y por los siguientes kilómetros manejaremos por el interior de Oregón, pasando por Salem, su capital, y platicaremos sobre aquellos puntos de inflexión que han marcado la pauta en la cronología de Portland, nuestro destino final. Por ejemplo, que cuando fue creada, el nombre de la ciudad se decidió por un bolado. Los fundadores de la urbe, Asa Lovejoy, de Boston, Massachusetts, y Francis Pettygrove, de Portland, Maine, querían que su nuevo desarrollo llevara el apelativo de su lugar de origen, y optaron por dejar el dictamen final a los azares del destino. Tras una serie a dos de tres lanzamientos de moneda, Pettygrove emergió triunfador.

Sin embargo, antes de regresar al puerto que también pudo llamarse Boston hemos resuelto pasar la tarde recorriendo algunas de las maravillas naturales que lo rodean, y por las siguientes horas circularemos por el observatorio del Columbia River Gorge, comeremos trucha fresca junto a las Multnomah Falls —las cataratas de mayor altura del estado— y cruzaremos el célebre Puente de los Dioses, que conecta Oregón y Washington a la altura de Cascade Locks y cuya construcción data de 1920. Al son de esto compartiremos meditaciones sobre la vida, sobre los Estados Unidos, y Marie-Claire me dirá todo lo que debo saber sobre su hija Lynette: que es una escritora prodigio, que sufre de diabetes y por ello de depresión y por ende puede ser un poco difícil, y que, como muchos residentes de Oregón, se estableció ahí porque sus beneficios sociales son mejores que en el resto del país, pero que igual no son suficientes para sacarlos del vacío legal en el que se encuentran. Si perciben menos de un cierto ingreso, los medicamentos y dispositivos médicos que requieren para sus tratamientos son gratuitos, pero al momento en el que su trabajo les paga más de cierta cantidad, dejan de serlo. Esto hace cierto sentido, hasta que consideramos que el incremento en el ingreso aún no es suficiente para cubrir los elevados costos que tienen los fármacos sin el subsidio.

Si perciben menos de un cierto ingreso, los medicamentos y dispositivos médicos que requieren para sus tratamientos son gratuitos, pero en el momento en el que su trabajo les paga más de cierta cantidad, dejan de serlo

«Es un problema del que nadie habla», dice, complementando: «¿Pero qué hay de la gente que queda atrapada en una situación así?».

Es una pregunta sin respuesta, posiblemente, a menos que la respuesta se busque evadiendo el sistema. Muchas personas en una situación similar, cuenta Lynette, trabajan y cobran en efectivo, y de esa forma logran mantener los beneficios sociales. No los juzgo. En cierta manera, también buscan su versión de lo mejor de los dos mundos. Me recuerda al bosque y la costa.

Foto: Javier Ortega-Araiza

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Desde entonces ha pasado una semana y todas las preocupaciones de Marie-Claire sobre mi encuentro con Lynette se han desvanecido, pues ha transcurrido sin tropiezos, y además de eso hemos logrado convivir con Dylan, su pequeño nieto, quien en muchas cosas me recuerda a Yannick Hagerdal, el niño prodigio de quien escribiera en Historias de Montreal, y con quien he podido conversar de todo desde deporte hasta la historia de personajes como Winston Churchill y Teddy Roosevelt. Dylan es también un fan de los Oregon Ducks, y a nuestra primera reunión porta una playera Adidas con el diseño de la alfombra del aeropuerto de Portland. Es, a mi parecer, un pequeño adulto cuyo potencial no tiene límite, y creo que eso se debe a los retos a los que se ha enfrentado desde temprana edad, como tener a una madre con una enfermedad difícil. La compasión y la empatía se fortalecen cuando entendemos las dificultades de terceros tras haber entendido las nuestras.

Durante los días que prosiguieron pudimos experimentar un poco de todo. Desde nuestros aposentos en The Nines, en el histórico edificio de Meier and Frank, visitamos el majestuoso regalo de amistad de los jardines japoneses de Portland, aquellos que el exembajador de Japón ante Estados Unidos proclamó como «el jardín nipón más bello y auténtico fuera del Japón» y su paradisíaca casa de té, exploramos las librerías new age de Nob Hill y evidentemente Powell City of Books. Hablamos con propios y extraños, y lo que pudimos concluir es que a Portland llegan muchas más personas de las que se van, la mayoría buscando extender o revivir una ilusión que en otros lugares no está más.

Foto: Javier Ortega-Araiza

Esto nos lo relata Dave, un vendedor de una tienda de vanguardia cercana al Pioneer Courthouse Square y que con su pareja están recién desembarcados de California. Se explaya cuando le comento que San Francisco es mi próximo destino, y para el final de la conversación nos habrá advertido sobre todos los problemas que atacan como la plaga la metrópoli californiana, principalmente el vagabundismo y los fatalismos por drogadicción, todo derivado del incremento estratosférico en los precios del alojamiento que han dejado a muchos en las calles. También nos lo cuenta Leslie, una ejecutiva de una compañía de tecnología que ha llegado de la costa este, y a quien encontramos tomando un respiro en una de las bancas que se postran frente al Willamette.

«En Nueva York no me daba tiempo de hacer esto», dice, esbozando una sonrisa, a la par que recuerda los cambios que ha sufrido Manhattan desde que ella llegó en 1998.

¿Se dirá lo mismo de Portland en diez o quince años? Me pregunto. Seguramente cuando Dave llegó a San Francisco o Leslie a Nueva York tenían el mismo concepto de dichos lugares que hoy tienen de aquí. Y ciertas demarcaciones de Portland ya muestran situaciones desfavorables. En nuestro camino de la Union Station a The Nines, pasando por North Park, pudimos presenciar varias operaciones de compra-venta de droga a la luz pública, y la persona adquirente fue y la repartió en un grupo de personas de vestimenta rasgada que afuera de sus tiendas de campaña claman por algunos centavos a cuanto peatón transite por ahí. Uno de los problemas más graves de Estados Unidos aquí no toma excepción.

A Portland llegan muchas más personas de las que se van, la mayoría buscando extender o revivir una ilusión que en otros lugares no está más

Pero al inicio de la ruta hemos hablado de cómo muchas de las lecciones las aprendemos cuando menos lo esperamos. Y fue así como a medida de nuestro recorrido por los monumentos centrales paramos en la Fuente Keller, y ante la mirada de madre e hija, abuela y madre, Dylan y yo nos sentamos en uno de los bordes a remojar los pies con el frío líquido que cae de una de las pequeñas cascadas. A nuestro lado se encuentran un par de hombres indigentes, tomando un baño en una de las piletas más extensas de la fuente, a pesar de los letreros que explícitamente prohíben hacerlo. Intercambiamos cortesías. Jerome es afroamericano y Bob tiene cabello canoso con ligeros tintes de rubio. A ambos los acompañan todas sus pertenencias en mochilas rajadas, las que colocan detrás de uno de los chorros con los que se limpian el rostro. Es evidente que están disfrutando el refrescarse un poco.

Jerome es el primero en romper el silencio. «Díganme, ¿qué más pudiera pedirle yo a la vida que un día soleado como este y refrescarme aquí?».

Y con esas palabras en mi última noche he permanecido hasta la hora de la última llamada en McMenamins, donde fuera la escuela primaria Kennedy, que en Toronto vendría siendo una combinación perfecta entre el Madison Avenue Pub y Artscape. Numerosos pisos con tabernas pequeñas con nombres como Detention Bar, Honors Bar y Boiler Room, música en vivo, talleres de arte, muestras de cine, una alberca, juegos y además de todo un cuarto donde manufacturan su propia cerveza. Pero esta noche he optado por whisky escocés y al son de bandas que rememoran clásicos de The Doors, Pink Floyd, Queen, Fleetwood Mac y algunos otros compartimos experiencias de viaje con nuestros compañeros de barra, la mayoría no son de por acá.

«Es así como empiezan muchas de las mejores historias», me dice Katie, una diseñadora de Nebraska que coincidentemente también es jugadora de tennis y a quien le agrada la idea de un día poner en papel todas las crónicas de sus aventuras de viaje. Lleva siete meses viajando alrededor de los Estados Unidos, y pronto busca dar el salto a Latinoamérica.

Suena la última campanada y, como todo bar que merece que se le llame como tal, McMenamins es un unísono de cantos, gritos, abrazos y despedidas, todo al son del choque de cristales de los vasos que aún nos quedan por terminar. La mayoría mañana serán extraños, pero hoy no existe lugar para esas denominaciones. En unas horas Marie-Claire estará en el aire rumbo a Colorado y yo iré a California y a medida que veo la felicidad en sus ojos pensaré en las palabras de Jerome de hace un día y recordaré como la vida está llena de gratas sorpresas si estamos dispuestos a apreciarlas. Quizás yo tampoco tengo algo más que pedirle a la vida, y con esto empezarán a plasmarse las palabras que se gestaron en Cannon Beach y que quizás algún día se publicarán, o quizás no, pero que quedarán impresas en la memoria.

La bocina del aeropuerto anuncia el abordaje del siguiente vuelo a San Francisco, y es mi tiempo de decir hasta pronto.

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Javier Ortega-Araiza
Born in Mexico, re-born in Canada, and a global citizen and part-time digital nomad, Javier Ortega-Araiza is a serial entrepreneur who has founded companies in the tourism, education, and financial technology space, always with the intent of building bridges and increasing the social impact engagement of the business community. He is also an engaged community leader serving on the Board of Directors of several not-for-profits in the GTA and abroad and a Visiting Professor in Social Entrepreneurship in Universities in Canada, the United States and Colombia. Javier Ortega-Araiza is a lifelong traveler, writer and documentarist who contributes on business & innovation, politics, travel, sports, and stories of people being people.