Canadá y el riesgo de morir de éxito

Canadá celebró por todo lo alto en 2017 el 150 aniversario de su fundación. La efeméride coincidió con un momento de gran prestigio y visibilidad internacional gracias a la figura viral de su primer ministro, Justin Trudeau. Pero la imagen idealizada de Canadá se difumina precisamente entre los canadienses, inquietos ante los desafíos que deben afrontar para seguir siendo un modelo de integración y convivencia.

Canadá es una de las economías más sólidas entre los países que conforman el G20 y ocupa el segundo lugar en el Indicador de Riesgo Global, que evalúa el riesgo económico, comercial, externo y político de 131 países de todo el mundo.

Canadá celebró el 150 aniversario de su fundación en un momento en el que su tradicional fama de país discreto y pacífico le ha reforzado como un modelo alternativo frente al auge de la xenofobia y del discurso del miedo al otro. Su decidida apuesta por políticas que promueven la tolerancia, la solidaridad y la inclusión supone un profundo contraste con la ola de nacionalismo, supremacismo y proteccionismo que procede de su vecino del sur. Justin Trudeau, el primer ministro canadiense, se pasea por el mundo con el aura de una estrella de rock. Sus discursos y declaraciones se celebran como un ejercicio de valentía intelectual y compromiso progresista en un tiempo en el que se están cuestionando buena parte de los valores y compromisos sobre los que se rearmó el mundo tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

Trudeau, de 48 años, es un político liberal que llegó al poder en octubre de 2015 con la única credencial de su apellido: es hijo de Pierre Trudeau, el político canadiense más influyente del siglo XX y primer ministro de Canadá entre 1968 y 1984. Desde entonces su talla como estadista ha crecido de manera vertiginosa y aunque sus críticos en Canadá consideran que detrás de su formidable imagen sólo hay una calculada estrategia de marketing, lo cierto es que ha sabido pulir un perfil político propio que lo sitúa en las antípodas de lo que representan Trump, Putin, May, Orban o Le Pen. Ese ha sido su gran logro en este tiempo: erigirse como una figura política de dimensión global que encarna una manera de hacer política basada en un relato positivo, esperanzador, conciliador y luminoso.

Justin Trudeau se declara progresista, feminista, integrador, defensor del aborto, las minorías y el multiculturalismo. Es capaz de afirmar en el Foro Económico Mundial de Davos que “debemos criar hijos feministas” o declarar al New York Times Magazine que Canadá es el “primer estado post-nacional” porque el país “no tiene una identidad principal”. Este audaz testimonio, que en Estados Unidos o en buena parte de los países europeos le hubiera arrumbado al ostracismo político para siempre, ha sido identificado en su país con una larga tradición intelectual que anhela una definición consensuada de identidad canadiense compartida. Marshall McLuhan, uno de los grandes filósofos y pensadores del siglo XX, ya se había referido en 1963 a su país como “el único en el mundo que sabe cómo vivir sin una identidad”. ¿Pero es verdad que Canadá carece de una identidad propia?

El expresidente de los Estados Unidos Barack Obama conversa con el primer ministro canadiense Justin Trudeau en una cafetería de Montreal durante su última visita a Quebec. Foto: Justin Trudeau / Facebook

El novelista canadiense y director de Instituto Canadiense para la Ciudadanía Charles Foran cree que la idea de “post-nacionalismo” trata “del uso de una lente diferente para examinar los desafíos y preceptos de la política, la economía y la sociedad de Canadá”. Esa lente muestra un gigantesco país cuya identidad, ante la ausencia de un sentimiento nacional homologable por tradición al de los estados-nación europeos, es el multiculturalismo. El padre del actual primer ministro convirtió en 1971 este concepto en política de Estado y promovió el reconocimiento y el respeto a la diversidad de idiomas, costumbres y religiones que cohabitan en el país. Dos años después Ottawa creó el Ministerio de Multiculturalismo y en 1998 la idea original de Pierre Trudeau se elevó definitivamente a la categoría de principio básico del Estado a través de la Ley de Multiculturalismo, que insta a interpretar la constitución canadiense de 1982 desde ese prisma teórico y político.

Por lo tanto, se podría decir que la diversidad es la principal seña de identidad de un país que se ha forjado en la épica de la emigración a través del relato de millones de ciudadanos que, en numerosas oleadas, llegaron al país durante el último siglo en busca de trabajo y de seguridad. A principios del siglo XX procedieron principalmente de Europa del Este y del Norte –protestantes y católicos blancos-, pero ya en 1967 la mayoría de recién llegados venía fundamentalmente de Asia y del Caribe. Coincidió este cambio demográfico con el levantamiento de los requisitos raciales que hasta 1962 dieron prioridad a inmigrantes de origen europeo. Es en ese momento cuando Canadá comienza a cambiar de piel.

El país recibió el pasado año a 46.700 refugiados e incrementó su población con 300.000 nuevos inmigrantes. De ellos un elevado porcentaje llegó de China, India y Filipinas. El gobierno federal ya ha anunciado que quiere mantener estos objetivos en los próximos años. Un 20% de los 36 millones de habitantes que tiene Canadá ha nacido en el extranjero (sólo Luxemburgo, Suiza, Nueva Zelanda y Australia están por delante), y se prevé que para 2036 prácticamente la mitad de la población del país esté compuesta por inmigrantes o hijos de inmigrantes, según los datos del organismo público Estadísticas Canadá (EC). Estas cifras adquieren un perfil todavía más relevante en Toronto, la principal ciudad de Canadá, donde el 52% de sus seis millones de habitantes ha nacido en el extranjero. Estadísticamente es la ciudad más multicultural del mundo y la única de las grandes ciudades del planeta en que la mayoría de su población ha nacido en el extranjero (en Londres y Nueva York ronda el 36%).

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Los canadienses suelen referirse a ellos mismos como una sociedad “salad bowl” o mosaico cultural, en contraste con la idea tradicional de “melting pot” con la que se identifica a Estados Unidos. La primera explica que las diferentes culturas que habitan en un país logran mantener su identidad original mientras que en el segundo caso las sociedades heterogéneas gradualmente se convierten en sociedades homogéneas. Robertson Davies, probablemente el mejor escritor canadiense del siglo XX, narra en su formidable Trilogía de Deptford que su madre, tercera generación de escoceses en Canadá, “no era menos escocesa que cuando sus abuelos se marcharon de Inverness”. En Canadá se hablan 232 idiomas diferentes y existe un factor añadido que ilustra su compleja composición étnica y cultural: las poblaciones aborígenes. Hay más de 600 comunidades registradas. En el Parlamento Federal de Ottawa 41 de los 308 miembros han nacido fuera del país y el punjabi es el tercer idioma más hablado después del inglés y del francés. En el gabinete ministerial de Justin Trudeau hay un aborigen, un miembro de la minoría sij, una refugiada musulmana de origen afgano y un refugiado somalí, Ahmed Hussen, que en enero asumió precisamente la cartera de Inmigración, Refugiados y Ciudadanía. Canadá tiene un ministerio dedicado a esta área desde 1957.

Después de 49 años desde que se promulgara el multiculturalismo como una herramienta de transformación e integración de Canadá cabe preguntarse si el experimento funciona. John Ralston Saul, uno de los intelectuales y ensayistas canadienses más respetados en el mundo, sostiene que pese a las crisis coyunturales y desajustes del modelo “la diversidad y la emigración funcionan”. Las encuestas que se publican regularmente muestran que una mayoría de canadienses apoya la inmigración y las políticas que está llevando a cabo el gobierno de Trudeau para acoger cada año a nuevos refugiados. Sin embargo, los datos ofrecen algunos matices inquietantes. Un reciente estudio del Instituto McGill de Estudios de Canadá (MISC) revela que los canadienses no son tan excepcionales con la inmigración y los refugiados como se suele pensar y que los niveles de tolerancia se sitúan al nivel de la media de Estados Unidos. De hecho, el profesor de ciencias políticas de la Universidad de Toronto, Michael Donelly, alerta de que “el sentimiento intolerante, anti-inmigrante y anti-refugiados podría crecer en el futuro” a tenor de la tendencia que muestran las últimas estadísticas.

Esta inquietud quedó bien reflejada durante el proceso de primarias celebrado en el Partido Conservador para elegir al sustituto de Stephen Harper, primer ministro de Canadá desde 2006 a 2015. Kellie Leitch, una de las candidatas (finalmente ganó el más moderado Andrew Scheer), abrió la caja de los truenos al proponer que se estableciera un mayor control sobre aquellos inmigrantes que entraban en el país con “valores anti-canadienses”, refiriéndose implícitamente a los musulmanes. De nuevo Canadá se sentó en el diván para preguntarse cuáles eran esos valores y las encuestas ofrecieron datos demoledores: el 74% de los canadienses respaldaba la realización de un test a los recién llegados para comprobar que no ponían en riesgo los valores canadienses. El atentado contra una mezquita de Quebec en enero de 2017, que acabó con la vida de seis personas, fijó definitivamente en la agenda del país la necesidad de revisar honestamente los principios sobre los que se asienta su multiculturalidad. En el último año los ataques a musulmanes se han incrementado en un 60% según Estadísticas Canadá, pero no es la principal minoría afectada por el odio xenófobo; los judíos encabezan esa lista desde hace años.

El escritor canadiense Neil Bissoondath, nacido en Trinidad y Tobago, escribió en 1994 Selling Illusions: Te Cult of Multiculturalism in Canadá, un libro en el que condenaba el multiculturalismo como impulsor de una sociedad distribuida en guetos étnicos, diversa pero desigual. Veintitrés años después de su publicación algunas de sus tesis parecen haberse cumplido en tanto que el país sigue buscando la manera de lograr la homogeneidad sin renunciar a su diversidad. En una entrevista a la agencia EFE John Ralston Saul hablaba de la teoría de la lealtad para explicar el paradigma canadiense: “en el antiguo concepto de lealtad una persona tiene que ser una sola cosa: estadounidense o francés o británica. No se es nada más. Esa es su lealtad. La mayoría de las personas tiene varias lealtades y eso no nos hace traidores ¡Nos hace complicados! Gobiernos e intelectuales no tienen el derecho a decirles a los individuos que tienen que ser más simples y sólo sentir afecto y lealtad a un lugar o grupo”.

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Canadá nunca ha sido culturalmente homogéneo. De hecho, desde su fundación en 1867 (tras ser colonia británica), contó con una doble influencia francesa y británica que determinó de manera decisiva su articulación como nuevo Estado y su identidad. Sobre una base cultural católica y protestante, lo que se conoció inicialmente como el Dominio de Canadá fue el acuerdo de confederación entre Nueva Escocia, Nueva Brunswick, Ontario y Quebec. Más tarde el territorio original sería ampliado hacia el Oeste hasta alcanzar la Columbia Británica en 1871. No fue hasta 1982 cuando, con la aprobación de la Constitución, el país alcanzó la plena autonomía, aunque la reina de Inglaterra sigue siendo la simbólica Jefa de Estado. Las tensiones entre la parte francófona y la anglófona siempre han estado presentes con diferente graduación, alcanzando sus momentos más críticos a principios de la década de los 70 del pasado siglo, cuando el terrorismo independentista de Quebec tuvo al país contra las cuerdas. Canadá hizo oficial entonces el bilingüismo del país y tomó diversas medidas de carácter cultural para un mejor encaje de la parte francófona en un estado cada vez más anglosajón. Todo ello se comenzó a desarrollar a la par que el multiculturalismo, que sirvió de contexto para la reformulación nacional. Algunos historiadores señalan que la arquitectura de este proyecto político no fue ni casual ni ingenua (como tantas veces afean a los canadienses). El fomento de la inmigración tenía razones muy pragmáticas más allá de responder a una noble esencia de origen: impulsar la demografía del país, atraer talento extranjero y disminuir el peso demográfico de la parte francófona.

Canadá es una de las economías más sólidas entre los países que conforman el G20 y ocupa el segundo lugar en el Indicador de Riesgo Global, que evalúa el riesgo económico, comercial, externo y político de 131 países de todo el mundo. The Economist Intelligence Unit señaló en su informe de previsión para el periodo 2013-2017 que Canadá sería el mejor país del G7 para hacer negocios. El ensayista Juan Claudio de Ramón, que publicó en 2018 el libro Canadiana en el que ofrece su visión del país, ha dicho que se trata del “menos escandaloso de los grandes países”, una ilustrativa manera de explicar su discreta presencia en el mundo pese a su peso e influencia. La irrupción de Justin Trudeau ha sacado a Canadá de ese apacible ostracismo y lo ha empujado a liderar la revuelta contra los sórdidos jinetes del apocalipsis que anuncian el fin de una era. Su desafío es mostrar que puede ser la autoridad real de una alternativa política a nivel global mientras en casa refuerza las costuras para que Canadá siga siendo el experimento sociológico más complejo pero fascinante del siglo XXI.

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Juan Gavasa
xquadramedia.com, juangavasajournalist.wordpress.com | Contactar
Journalist, entrepreneur, writer and Spanish publisher with more than twenty-five years of experience in the field of communications: radio, print and digital. He is a founding member of Lattin Magazine and co-founder of XQuadra Media, a Toronto-based communications startup dedicated to developing creative and strategic content. He has been Editor-in-Chief of PanamericanWorld, a bilinual online information platform created in Toronto with the aim of establishing links between Canada and the Americas. In 1996, he co-founded the communication company Pirineum Multimedia in Spain, dedicated to the development of communication strategies, management of communication projects for private and public companies, web development, cultural events and publishing and advertising production. He specializes in editorial management and is the author, co-author and coordinator of more than twenty books and travel guides.